miércoles, 6 de enero de 2010

La Caballa

La Caballa
Aburrido preludio a una verdadera historia






Magallanes, hazañas de otro tiempo. Sentí que hablábamos quinientas cosas, una por año. Se despidió tan lentamente que tuve un tedio, nada de qué preocuparse. Dobló sus argumentos con cuidado de los pliegues, paso a paso, como si sus pensamientos vinieran con un instructivo adicional. Su rostro si tenía fecha de vencimiento, todo está vencido, su rostro, sus chistes medio tontos, sus charadas y su virtud de hacer felices a los niños y a las abuelas. Así fui descubriendo qué le había pasado al flaco dicharachero de otro tiempo. Venía de no sé dónde y lo peor, ni él sabía para dónde iba. Tomó su moto, un esqueleto demasiado ligero para soportar el  peso de tanta charla y corrió cuanto pudo ¿Llorando? Lo habían lanzado hasta el fin de la carretera, absorto, con todo el gris sobre su pecho. 
Yo caminé ese corto espacio entre el sofá y la ventana, no para verle, sino para verificar si ya podía salir. El protocolo de salir de casa, es verificar si ya se puede hacer, no sea que la lluvia, o sea ya que el sol… Fueron muchas horas de hablar y hablar sandeces. Mis amigas se divertían antes con este joven, lo emborrachaban y se lo rifaban para no quedarse solas en la cama, mientras el padre de mi hijo se las rifaba a ellas, a cambio de dos o tres palabras precisas. El flaco era un flaco nada mal parecido, pero jamás un Don Juan. Apenas un flaco borracho y alegre. Pero yo no podía entender los cambios del flaco, no podía comprender qué era lo que le faltaba ahora, ¿sería solamente que las amigas ya no estaban y yo, tampoco tenía mucho qué decirle? así que su visita fueron sandeces que iban, sandeces que venían, yo ya no fumo, desde entonces el tiempo es el más largo del mundo. 
Llamé al colegio para reportar que Samuel estaba de visita con su padre y que la visita se había alargado. Mi primo había venido también el día anterior, siempre aprovechaba cuando no estaba Samuel para darme esas incómodas miradas resultantes de su gusto por las mujeres mayores. De repente me asaltaba en la cocina como si en verdad creyese que es un vampiro, intentando fijar su mirada en no sé qué parte muy pequeña de mi rostro y yo tenía ganas de mandarlo a comer mierda. José Manuel siempre fue un hombre escasamente raro, yo creo que en verdad, consideraba que tenía poderes sobrenaturales. Sin embargo, salvo ese rasgo particular de su mirada, nada tenía de particular. Un joven bastante común, con un empleo bastante común, estudiaba de noche en una universidad bastante mediocre. Pero era la familia, qué más podía hacer. Así que aproveché este día, después de despachar al flaco, para tomar el bolso y salir a caminar un rato. Alisté en un bolsillo el dinero del pasaje del bus y en el otro, un brillo de labios y una botella de agua para la sed. Salí rápidamente, pasé la calle y me dirigí a la avenida. La calle del degüello, famosa porque allí solían aparecer gatos degollados por jóvenes de clase media alta que se reunían para hacer ritos satánicos en los 90. El satanismo, al igual que todas las cosas viscerales, aquellas que comprometen los intestinos y que nos hacen escupir bilis, habían pasado de moda, ahora había un estupor de razón bastante aburrido. Llegué a la avenida y para ese momento fue necesario quitarse la chaqueta, hacía un tremendo sol.  
En el paradero habían dos muchachos, rubios, altos, tan preciosos que era difícil quitarles la mirada. Yo pensé que los estereotipos eran “bonitos” porque alguien los había impuesto como tales y que Leni Reinfestal era una loca nazi hablando de la belleza de lo Nubas, pero la verdad es que estas personas fueron consagradas en un altar solamente para ir apareciendo por ahí, inmaculados, libres de toda bacteria corruptora, sin incómodas historias en la piel. Ellos ni se daban por enterados de mi vuelta adolescente, yo apenas había vuelto a mirar mi cuerpo que parecía una enciclopedia de la historia de mi país, con todos los avatares siniestros, con todas las paradojas y burlas que otro pueblo hubiese podido apenas soportar.  
Todos, pero no juntos, le hicimos el pare al mismo bus. Ellos se subieron a practicar un hermetismo peculiar: uno se ponía los audífonos y el otro, sacaba un libro en algún idioma, supongo, alemán o algo así, ambas acciones en una sincronía pactada desde el vientre de sus madres. El que no se encontraba al lado de la ventana, le señalaba algo al otro indicándole alguna cosa en la calle, el otro miraba por algunos segundos, comentaban algo y luego volvían a sus actividades. De repente subió una muchacha de trece años palmoteando la calma del bus con su histriónica exuberancia, los jóvenes ni siquiera la voltearon a mirar pese a lo bonita, alegre, desenfada y bien arreglada que estaba. Ella se sintió ofendida, ella quería ser mirada, ella estaba en la edad en que las miradas son tan importantes… La muchacha escrutaba insistentemente a los dos jóvenes. Ellos se pusieron de pié y a pesados saltos se bajaron del bus. A la muchacha se le partió el corazón y se sentó deprimida en el puesto de los jóvenes. Se quedó mirándolos alejarse en el vidrio de la buseta. Ya era hora de pasar a otros incidentes. 
Yo seguía el camino de las procesiones siempre conclusas que solían llevarnos a la Universidad. El trancón en el mismo punto donde se cruzan los tres millones que viven en occidente, con los cuatro gatos arrogantes que vivimos en el norte. El alcalde había desbaratado y vuelto a armar esa avenida, por lo menos, tres veces en lo que va de su gestión, sin lograr entender el problema de los volúmenes que se trasladan al trabajo. Para ese viacrusis, estaba alguna revista que había empacado en el bolso. Esto sí que era algo particular. Los jóvenes, seguramente hijos de algún extranjero, con sus pantorrillas perfectas y cierto toque de melanina en la piel, se habían bajado minutos antes del trancón. Esa gente jamás coge los trancones, no se ve desesperada en una buseta transpirando al calor del verano corto, pero implacable de la ciudad. A la altura del trancón, nadie quedaba de ese mundo verde de casas simétricas. Parecía que los barrios ricos hubiesen sido construidos justo hasta el borde donde se iniciaba el trancón. ¡Qué tontería! Me asalta la innecesaria reflexión de clase, mejor leo la revista. 
Pronto empezaban a desgranarse los almacenes de comercio con letreros grandes, con fachadas que se iban ensuciando a medida que me acercaba a la mitad del camino. Los carros se iban avejentando cuanto más nos acercábamos a un punto misterioso, concebido por mis vecinos como una especie de explosión de super nova, una raya puesta en la mente común de la ciudad conocida como “El Sur”. “El Sur” era un lugar fantástico donde se supone que pasan todas las cosas espantosas y sórdidas, los monstruos, las pesadillas, los abusos y la violencia que tanto hace traspirar de horror a los del “Norte”. Luego me reí solo un poco, pues no es nada tan gracioso como para desternillarse de la risa en un bus, de la obesidad de estos pensamientos, como las líneas mágicas que causan  sin demasiada explicación que se ciertas configuraciones espaciales produzcan los “horripilantes” fenómenos que “no suceden” en el norte y, lo que me dio risa fue imaginarme a la gente del Norte, despertando todo tipo de bichos espantosos, como otrora los antepasados intentaban encarnar lo que les resultaba extraño, en el diablo, el coco y cuantas cosas no sé más. El encerramiento y la paranoia es la fuente más lujosa de la ignorancia.  
Segundos después y siguiendo una extraña línea de pensamiento, me pregunté, al mirar de nuevo a la muchacha de 13 años, qué clase de belleza necesitan esos dos hijos de extranjeros para sentir eufóricos, para salir de su mutismo, qué belleza les haría sentirse nerviosos y poco cómodos. Empezábamos a pasar por las mueblerías. Almacenes con muebles repetidos a la moda, un sofá tras otros iguales, deco, las mismas formas aburridas. 
Yo siempre acostumbro a llevar algo para leer cuando me subo a un bus, pero la verdad, es que nunca lo leo, apenas si paso las hojas, meto los dedos en la mitad y me quedo con la revista como si tuviera toda la intensión de reanudar la lectura en algún momento. De repente en un colectivo, vi las manos de una persona jugando con un celular. Por encima se notaba que era un juguete de última tecnología. Una mano de mujer se lo arrebataba y él presuroso se abalanzaba hacia ella. Luego él se estrellaba algo bruscamente contra la ventana como si ella le hubiese pegado en el hombro. Estrujó sin querer una bolsa de un gran supermercado que llevaba en las piernas. El alzó el brazo, al parecer para abrazarla. Yo pude ver el escorzo de su rostro mirar hacia la ventana, quizás a detenerse en algún detalle del chasis de mi bus. Su colectivo avanzó más rápido y su mirada se descentró del chasis número uno para rendirse al chasis que iba ganando la lenta carrera, mirar por la ventana del transporte público puede hacernos creer que el horizonte se compone de una larga hilera de chasis de buses. 
Eché la cabeza atrás con toda la intensión de dormir un poco. La muchacha de trece años ya estaba dormida, el sopor nos convenció a todos, pero seguramente ella, descorazonada, durmió más rápido para despertarse sin el incidente en la cabeza. Cuando me desperté el bus estaba lleno, había gente de pie y en el puesto de adelante había unos hombres discutiendo sobre un negocio que parecía ser muy rentable. A mi lado estaba una mujer grande, vestida con un sastre café, el pelo inverosímilmente rubio y la tez morena. Llevaba varios folders en las piernas y estaba hablando por su celular sostenido con una mano llena de anillos y pulseras. Parecía sufrir de sofoco, sus senos se veían estrujados dentro de un wonder bra imposible. Me había arrinconado con un trasero inmenso, a un rincón justo para mi involuntaria delgadez. Yo agradecí su consideración al no arrinconarme más allá de mi capacidad, dado que mi menudez suele jugarme malas pasadas. Me desperté con la placidez del sueño de bus, pero más abochornada que de costumbre. Abrí la ventana y al hacerlo la mujer me miró molesta culpándome de la suerte de su rubio pelo alisado con esmero. Estaba llegando la hora de bajarme del bus. Lo que pensé gratamente acerca de poseer mis huesos apenas forrados con carne, es que nunca había tenido dificultad para bajarme de una buseta atiborrada de gente. Con los años de seguir la misma ruta, había diseñado una serie de protocolos para estas situaciones. Primero, revisaba que todos los bolsillos de la maleta estuviesen bien cerrados, no sin antes guardar la revista y todo lo que llevase en la mano. Terciaba el bolso de tal manera que al salir no fuese a golpear a nadie. Si me había quitado el saco o la chaqueta (como en este caso) lo doblaba meticulosamente como lo hacía el flaco con sus argumentos y lo empacaba en la maleta o en la mochila. Como soy tan baja, siempre necesité de las dos manos para sostenerme de los lomos de los asientos, por eso había que desocuparlas y tenerlas libres. Faltando una cuadra, le pediría permiso a esta señora que debía ser una vendedora o una oficinista, sospecho. Lo más probable es que sea una de esas señoras que tienen su propio negocio, por lo autosuficiente que se ve. Luego me desplazaría por el pasillo y allí le pediría a alguien, justo antes de llegar a la puerta, que me haga el favor de timbrar. El bus tardará en parar, pero con el tiempo tomado de antemano, me dejará justo en la puerta. Así hice, toda mi bajada tan bien planeada, tan rigurosamente bien trabajada.  
Al bajarme me deslumbró el sol, traté de hacerme sombra con un brazo. Tardé unos segundos en recuperar la visión. Al irse definiendo el panorama, vi que se acercaba una mujer alta, con una chaqueta imposible para estas épocas. Llevaba una bufanda y el cabello semi canoso mal recogido, la piel manchada y arrugada, muy distinta a su retrato de juventud. ¿Y cómo sé cómo era en su juventud? Fácil. Tan pronto la distinguí sentí como si fuera a vomitar un hijo, quedé quieta esperando a que el sol me desintegrara. De repente una bolsa de plástico me impedía respirar. Unas manos malignas prometían desprender mi cabeza de un tajo. Agaché mi mirada y vi mis diminutos senos heridos con colillas de cigarrillo. Alzaba la mirada solo para verificar que no me hallaba en el calabozo, que no había paredes ya. Pero a medida que se acercaba (y se acercaba decididamente hasta mi) sentía el contacto con el piso frio y ensangrentado. Alguien patentó una decoración similar en todos los cuartos del horror. ¿Qué quería de mí esta vez? ¿cómo supo que venía a la universidad? ¿por qué caminan así, decididos y sin vergüenza alguna? No sé si fue una de esas pesadillas cargadas de afirmaciones retóricas, pero podría jurar que me sonrió casi que con afecto. Y no sé si sería el sol o aquellas visiones malignas que me persiguen desde aquellos años malditos, pero me empecé a desmayar con una lentitud asombrosa. La mujer corrió hacia mí, al igual que otras personas. Yo hubiese querido arrastrarme para huir de ella, mientras sus poderosas manos, bastante escrutadas por mí en la época en blandía mi cuerpo como si se tratara de la bandera de una causa ajena que la asalariaba, me sujetaban con un apremio sospechoso de mujer arrepentida. De repente me pareció que era tres veces más alta de lo que la recordaba: “La Caballa” le decían sus compinches, casi todos más bajitos que ella. “La Caballa” sujetaba a sus “pacientes” por las muñecas hasta que se perdía la memoria de haber tenido manos y, como una madre muy enojada porque el hijo no se deja poner una inyección, recuerdo que maldecía de su suerte sin compasión alguna por la víctima. “La Caballa” caminaba exhausta después de una sesión, mientras los otros palmoteaban como morsas en un espectáculo del Sea Park, se reían y hacían chistes macabros felices con algún pescado arrojado a sus fauces proporcionado por balde mágico ensangrentado al que llamaban “patrón”. Ella sólo pensaba en todo “ese trabajo” que le esperaba, algunos turnos más, toda la gente que faltaba por interrogar, demasiado trabajo para tan pingües resultados. Pese a las peculiaridades de su “trabajo” y al desarrollo de sus “funciones “ necesarias (esto para los que aún viven encantados con la idea de los Estados) pero poco ortodoxas dentro de las planillas del Estado, juro que hubiese desempeñado con igual disgusto cualquier otro cargo, hubiese sido de funcionaria en un despacho, hubiese sido de secretaria de algún juez, o lo que le hubiese tocado hacer, en dado caso, presentada la necesidad. 
“La Caballa” trataba de auxiliarme mientras yo, como una culebra cogida por la cola, intentaba infructuosas maniobras para escabullirme. En aquella época y ahora, “La Caballa” resultaba ser una colosa de la que huir era algo poco menos que gracioso. Ella le gritaba a la demás gente que se agolpó alrededor nuestro, que me dieran aire, que tenía un ataque, que ella era enfermera. La gente se retiraba y yo sólo les decía que no lo hicieran, que se acercaran, que no me dejaran ahí otra vez como me habían dejado doce años atrás. La gente no entendía, solo se paraba distante en círculo mientras “La Caballa” intentaba tranquilizarme con un aterrador gesto maternal. Después de eso recuerdo haber vomitado una cosa abundante, como si mil demonios quisiesen espantados alejarse de mi cuerpo y evitar ser atrapados de nuevo por esa mujer. Me quedé mirándola casi drogada por las circunstancias y le pregunté: “por qué has vuelto”. Ella me contestó desconcertada: “¿perdón? Señora, no sé a qué se refiere”.  
Cuando me desperté, estaba el flaco a mi lado junto con Samuel, mi hijo, este guapo y por momentos desconocido adolescente y, por supuesto mi madre, aquella epifanía que solía estar justito en este tipo de momentos. Me encontraba en la cama de un hospital. Le pedí a mi madre que sacara a Samuel porque necesitaba hablar con el flaco. Cuando ambos salieron le dije al flaco: “La Caballa estaba en la Universidad” y él respondió: “no sólo ella, todos están en la calle de nuevo” “por qué no me habías dicho” “porque hace años que no quieres enterarte de nada más, o crees que no me doy cuenta que te ausentas cuando te cuento las cosas…”.

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