martes, 27 de octubre de 2009

Los Pueblos Felices: Sexto y determinante asunto: Con el sazón de la abuela.



          
Pruebas de la existencia de los pueblos felices

            Desafortunadamente he tenido mayor ocasión de habitar el teatro-mundo, que el espacio vital de los pueblos felices.
            Pero mis ojos ya han visto algunas puntadas. Hay muchos relatos que dan fe de la existencia de los y las sobrevivientes al holocausto de Cronos. Yo voy a narrar únicamente algunas historias a las que me he podido acercar, sea por mi familia o por amigos que han visitado algunas regiones. El trabajo de reconstruirlas se hace impostergable, para mí, será la segunda parte de este escrito del que apenas les avanzo algunas historias. De algo tenemos que alimentarnos también aquellos y aquellas que caminamos en muchas ocasiones, de manera torpe hacia la felicidad.
            No parece justo extenderse tanto en la infelicidad de los autodenominados “pueblos felices”. Pero voy a ser honesta en mis intensiones, este no es un escrito desinteresado. La máquina de DEVORARGENTES cada día aparece con mayor frecuencia cerca de los pueblos felices. A las casas de los pueblos felices, comienza a entrar la desesperanza y la auto-negación. Muchos y muchas jóvenes reniegan de su identidad campesina con justa razón, porque el campo de mi país ha sido sometido a un hambre perversa y a una violencia desquiciada. El signo de historia aplastante y la resignación permite prever el estado anímico de algunos pueblos felices contra lo que debemos empeñar todas las fuerzas, concentrar toda creatividad en nuestro trabajo. Lograr que no se extinga un pueblo feliz es la única clave de nuestra supervivencia. No optamos por los pueblos felices únicamente por ellos, por felices, lo cual resulta suficiente en sí. Optamos por los pueblos felices porque con ello estamos a la vez optando por los demás pueblos y por nosotros y nosotras mismas. Ellos y ellas son la evidencia de que existe vida en este planeta.
            Por eso se hizo indispensable para mí hacer extensa esta reflexión acerca de la debilidad del despojo. Porque en la medida en que podamos ir desbaratando la ilusión de vivir en un mundo irremediablemente infeliz, apremiará a su vez la urgencia de recrear la felicidad en nosotros y nosotras.
            Una segunda parte de este trabajo se dedicará a explorar pensamiento y eventos que comiencen a dar cuerpo al propósito mas deseado por mi, de entender y vivir la felicidad de los pueblos.
            Sin más interrupciones ni justificaciones, voy a comenzar a narrar.
           
Una primera historia: Los asuntos de una Bisabuela concernientes a su cama


            Mi bisabuela había tenido muchos hijos, nueve en total. Así que para no darle muchas vueltas a la historia, su familia, podría decirse sin temor alguno, consistía de más o menos unos cien descendientes. Todos y todas teníamos que ver algo con mi bisabuela. Los y las familiares que vivían en el extranjero le traían finos regalos que iban desde telas, manteles y porcelanas, hasta joyas y carísimos perfumes. Los que teníamos menos dinero, le regalábamos enaguas, zapatos, canastos, chocolates y otras cosas que no recuerdo.
            Nosotros y nosotras hacíamos todo eso de buena voluntad, pues veíamos que la bisabuela llevaba 10 años con el mismo vestido y calzaba los mismos zapatos y usaba las mismas mochilas que ella misma tejía. Pensábamos que la bisabuela no tenía dinero y que por eso vestía así y cosía sus cobijas y remendaba sus medias. No era tacañería, no, porque cuando llegaba la familia, la bisabuela preparaba todo tipo de comidas con una generosidad tan alegre…
            La bisabuela trozaba los tarros de gaseosa no retornable para almacenar el arroz, sal, azúcar y café, les colocaba un retaso de plástico encima y los amaraba con una cuerda. Mi madre pensó que sería bueno para la bisabuela proveerle de unos tarros decentes donde almacenar los alimentos, así que fue a una tienda y le compró unos finísimos tarros con la marquilla de arroz, sal, azúcar y café, en cerámica de no sé donde, con alto relieves y toda la coquetería del caso. A la bisabuela le encantaron pero nunca vimos que los usara. Descartamos como explicación al misterio de la desaparición de los obsequios, la no compatibilidad entre el sentido estético de la bisabuela y el nuestro. De hecho creo que la bisabuela le encantaba que le trajeran obsequios.
            Siempre nos intrigó lo que hacía la bisabuela con los regalos que le traíamos porque estos tenían la virtud de desaparecer. Por ejemplo, las telas. La bisabuela rara vez estrenaba un vestido y debía tener un arsenal de telas para la envidia de cualquier almacén local. Nosotras le preguntábamos:

         ¿Usted por qué no se hace un vestido con esa seda tan precioso que le trajeron de por allá? – y ella contestaba – para qué, si el vestido que tengo está como nuevo-
           
El día que murió la bisabuela, fuimos a su habitación a ordenarla (incluso más con curiosidad que con respeto) porque la bisabuela era muy celosa con sus cosas y mantuvo el control de su habitación hasta el último día de su vida. Y descubrimos que la bisabuela guardaba todos los regalos debajo de la cama. Las telas en orden de nacionales a importadas, los tarros que le dio mi madre llenos de fotos y cartas, los preciosos empaques de chocolate en perfecto estado al igual que los papeles de regalo, moños y tarjetas. Imagino que la bisabuela razonó que eran demasiado hermosos para convertirlos en basura. Encontramos también otras cosas que imaginamos, guardaba allí a causa ya de la vejez, como un rín de automóvil, muchos envases desechables enjuagados de gaseosa, listos para alcanzar la categoría de tarros de cocina, retazos de tela para su próximo cubrelecho y objetos curiosísimos que solía recoger en sus expediciones a la calle.
            ¿Que si la bisabuela vivía en un mundo capitalista donde imperaba el mercado? Si, claro, la bisabuela compraba jabón, ungüento para el dolor y el bendito Menticol que usaba para los días de sofoco y con el que se curaba los dos o tres malestares que rara vez padecía. Pero habían diferencias fundamentales en la relación de la bisabuela con el mercado. La primera es que al mercado le importaba muy poco influenciar a mi bisabuela para que le comprara algo, porque sabían de su terquedad con lo de los envases de plástico recortados para almacenar alimentos. Así que lo que el mercado le había dado, estaba escondido debajo de la cama, él no lo podía ver. Si mi bisabuelita se moría, o la raptaba un ovni o lograba vivir hasta los 103 años como era su deseo, al mercado eso no le importaba. Pero claro, a eso también se suma que mi bisabuelita no tenía interés alguno en ser una clienta preferencial de ninguna cadena de finas telas y perfumes extranjeros, porque ella creía tener lo que necesitaba, así que a ella, el mercado también le importaba muy poco.
            ¿Qué si ella dependía del mercado porque en últimas, es el mercado el que producía los envases plásticos que ella usaba de recipiente? ¡Qué relevancia tiene esta afirmación! cómo se puede comparar el uso de los objetos que hace la abuela con esta orgía desenfrenada de obsolescencia para compradores impulsivos que aparecen en los catálogos de Carrefour ¿acaso el problema son las cosas, o no lo es en esencia la clase de relación que tenemos los seres humanos con los objetos o el grado feroz de depredación de la naturaleza que se necesita para producirlos?
            La producción no está orientada para que la bisabuela convirtiera los envases en recipientes de almacenamiento, ni siquiera sabe que la bisabuela murió, eso es algo con lo que los capitalistas no cuentan, ni les interesa contar. Esa es una portezuela por donde escapaba la diminuta corporeidad de mi bisabuela a la aplastante lógica universalista del mercado y a  su creencia imbécil en su omnipresencia.
            Entonces me cuestionaba qué sería más poderoso, si la indiferencia del mercado o la de mi bisabuelita. La indiferencia del mercado marca su propia destrucción al devastar todo a su paso. En cambio la indiferencia de mi bisabuelita nos mostraba rutas posibles de seguir viviendo, sin tener que estar presos de la lógica del suicidio. Su relación con el mercado era fundamentalmente distinta a la paranoia de todos y todas nosotras por ser incluidos e incluidas, tenidos y tenidas en cuenta por él, a quien obviamente, también le importamos muy poco, al fin y al cabo, para sorpresa de muchos y muchas de sus habitantes, me veo en la terrible necesidad de informarles que vivimos en uno de esos países “no viables”.
           
Época de mangos


            Hay un lugar donde el corazón se siente ¡tan alegre! donde los alimentos se encuentran por montones: montones de tomates, montones de naranjas, montones de papayas, de piñas. No es glotonería, cualquier persona sabe que no podría comerse todo aquello por más apetito que tuviera. Es la sensación de la abundancia, la que genera esos ambientes de plaza de mercado ya en desuso. McDonalds hace su labor homogenizante de hamburguesas desabridas a las que la gente responde con hamburguesas caseras rellenas de pollo, cerdo, camarones, guisos y embutidos criollos. Aunque son hamburguesas y uno que otra u otro ortodoxo podría seguirlas calificando de enajenación, se trata más bien, de formas burlescas de hamburguesas. Hamburguesas “Mc ldonado”.
            Pero los pueblos felices no solo se alimentan de alimento, sino que existen muchas alimentaciones y muchos alimentos que alegran al alma y alientan las luchas. Como existen muchas muertes y muchas hambres, también existen muchas abundancias, de muchos tipos. Para esto también se sigue una narración:

            Una segunda historia: Los banquetes imaginarios

            En esta región de Boyacá, la gente consume papa en cantidades indescriptibles. Papas cocidas con bebida de chocolate sin leche al desayuno. Cuchuco con papas en trozos al medio día y en las frías noches, una pirámide de papas con aguepanela adorna las humildes mesas mal iluminadas por una vela. Cuando la dueña de casa, una anciana gordita de mejillas rojas quiso alagar nuestras carnívoras almas, nos dijo con una sonrisa pícara, que nos iba a preparar un caldo de pollo. Nos condujo a su habitación donde dormitaba con bultos de papas de tamaños asombrosos y sacó de debajo de su camastro una caja de madera. Abrió la caja llena de huesos de pollo, sacó algunos de ellos y caminó suficiente a la cocina de leños, introdujo la osamenta en la olla.
            Aquel delicioso caldo de papas, tenía el gusto de un auténtico pollo, como ningún caldo de pollo hormonado podría haber imitado. Nuestros estómagos inicialmente frustrados con aquella evocación de jugosas carnes blancas, se sintieron regocijados en aquel sabor tranquilo y exacto. Mientras conversábamos animados por un glotónico guarapo con miles de grados de alcohol, la anciana recogió los huesos y en una cuerda de fique que surcaba la ennegrecida cocina, los colgó para un próximo festín.
            Los pueblos que han sido condenados al hambre, no han aprendido a insertarla en sus agendas, para fortuna nuestra.

Una tercera historia que calienta los estómagos más desalojados

            El problema es de técnica.
            Una vez en un páramo en una de nuestras expediciones ecológicas, nos quedamos en la casa de una campesina quien nos ofreció muy atenta su cama. Nos advirtió que para no sentir frío, lo mejor era dormir desnudos envueltos en una cobija.
            Aquello parecía un despropósito en medio de la feroz niebla que se metía impúdica en los huesos hasta congelar la médula. Pensamos que la señora quería librarse de nosotros matándonos de hipotermia. Así que sin hacer mucho caso sacamos nuestras bolsas de dormir a prueba del monte Everest y nos acostamos. Dimos toda la noche vueltas tiritando y maldiciendo, además atacados por un ejército de pulgas digno de Bush.
            La señora nos preguntó muy sincera y preocupada al ver nuestros rostros descompuestos, cómo habíamos dormido. Muy mal, respondimos, cómo puede usted dormir con tanto frío. Ella nos respondió con mucha gracia así:
            “Mire sumercé, yo todas las noches me acuesto empelota, como mi Diosito me trajo al mundo. Me envuelvo en la cobijita y ya”
            Eso continuaba siendo una improbabilidad estadística, un abuso de la termodinámica. Al ver nuestra cara de incredulidad la campesina, muy compasivamente añadió:
            “¡Lógico! es que es mucho lo lógico sumercé, cuando usted se duerme con ropa, la cobija de lana no lo calienta, porque lo que a usted lo calienta es el roce de la lana, no la cantidad de cobijas y mucho menos la cantidad de ropa que lo separa de la cobija. ¡Vusted no sabe que eso no es cuestión de cantidad sino de técnica!”
            Ese día aprendimos una proeza increíble, a dormir en impúdicos a 3.400 metros de altura.
           
Los pueblos felices vinieron a mí como una epifanía

            Podríamos hacer jugosos análisis de estas historias. Busco por ahora antojar a mis lectores y lectoras dejando que la palabra hable por sí misma, para compartir un poco de la abundancia y la felicidad de los pueblos, en especial si es el caso, de haber sido privados y privadas de ellas. La resistencia de la vida se da precisamente en los espacios menos esperados, pues los espacios esperados son fácilmente detectados por la lógica que maneja el dios. Las historias sueltas, como los datos inconexos que poseen los y las despojadoras, tampoco tienen mucho sentido. Así que además de buscar autoafirmación en ellas como pueblos, habrá que encontrar la manera de desbordar el suicidio y de manera urgente. Pero un primer paso al menos, es contarlas.
            Estas narraciones nos permiten atrevernos a dilucidar la historia, no desde la pretensión esquemática con que muchas veces se asume este serio asunto de la felicidad. Tampoco se busca reducir el despojo a una idealización pueril. Cuando describo la máquina de DEVORARGENTES, como una realidad aplastante de la que parece que nadie puede escapar, me asalta una angustia no menor a la que le asalta a la máquina misma cuando se hace evidente su imposibilidad de seguir comiendo personas, de seguir destruyendo salvo, que se destruya a sí misma. Mis ojos no están menos desorbitados que los ojos del dios obsesivo. Pero se me antoja pararme ahora desde el afuera que he vivido tan sólo parcialmente, pero que he podido presenciar en toda su abundancia. Un afuera que algunos y algunas llamas como el ámbito de los excluidos y excluidas.
            Mientras que muchos y muchas de nosotros corremos tras el “privilegio” de ser devorados en este holocausto-mundo, existe un espacio-mundo en el que habitan pueblos felices quienes continúan su historia inabarcable por la escritura. La clave de esta historia debe documentarse porque es en ella donde radica la nuestra esperanza anti-holocausto.
            Son los pueblos a los que el dios olvidó, en su descuido, asesinar. La divinidad enloquecida en su utopía del crimen perfecto, esperaba que los residuos de su odio, de la implacable lógica con que él mismo se asesina, fueran suficientes para acabarlos. Sin duda su brazo divino de la fingida colateralidad, ha alcanzado los lugares más recónditos de la tierra y su sevicia se ha hecho sentir con fuerza. Pero su falta de fe en el poder de estos pueblos le ha permitido darse el lujo de la indiferencia. Se ha quedado tranquilo esperando a que se asesinen entre ellos, los habitantes de los pueblos felices, como réplica de su genocidio o que mueran de inanición como mueren sus top models en las clínicas más costosas.
            Cuando no se sacia saca sus alas y sale a devorar. Cuando presiente la amenaza de un pueblo organizado capaz de destronarlo, aparece sobre los campos y sobre las casas. Pero las propias angustias de su agenda de real politik, sus indigestiones de masacres mundiales e intervenciones no le permiten abarcar toda la existencia de los pueblos felices. A veces incluso, parece estar jugando a la piñata, ese juego donde una persona se le vendan los ojos, se le da un par de vueltas, se le otorga un palo y empieza a golpear insensatamente buscando algún día atinarle a un cerdito de papel lleno de sorpresas.
            Los pueblos felices se escabullen de su locura, entrelazándose ente ellos, desubicando, haciéndose impredecibles. Hacen mofa de sus envejecidos y elefantísticos miembros torpes, que no logran entender como funciona la alegría, la fiesta, la solidaridad, la vecindad, el barrio. El dios toma sus fotos satelitales y lanza bombas en la plaza del encuentro de los pueblos, en la escuela, en la iglesia, en la mezquita y con ello consigue acelerar las ansias de liberación de aquellos y aquellas que no le adoran.
            El dios no entiende por qué no logra crear la demanda de la vida, pues tampoco entiende que estos pueblos se burlan de ese artificioso holocausto al que el dios se ha dado en denominar “vida”. Los pueblos felices no necesitan comprarle ni venderle la vida a nadie, porque la vida les es inherente, como comprenden que no se puede convertir en objeto de un mostrador y esto enloquece al dios, que ha venido comprando y vendiendo la “vida” en finos empaques de cartón y cree que el mundo funciona así y que fuera de esto, nada es posible.
            Los pueblos felices no son los mismos pueblos perfectos, no se pueden reducir a virtudes y defectos, son complejamente pueblos. También necesitan crecer y librarse del signo apabullante de la historia signante. Pero a diferencia del dios, tienen la esperanza a su haber, la viabilidad, el secreto del alimento para cuando el dios sea desolado o no encuentre qué devorar. Esto me asombra y me conmueve en extremo, me moviliza, me reconcilia con mi propia retraída estima. Me libera una y otra vez. Cuando visito las casas de barrios de vivienda social en Bogotá, que se hicieron bajo la uniformidad funcionalista del funcionario, de la funcionaria, y veo como estallan por doquier terrazas imposibles surcadas por cables de alta tensión, como si se compitiera contra la electrocutación, pinturas elegidas desde las más ansiosas evocaciones del color de los campos de mi región, huertas en medio del cemento, gallinas, niños y niñas y ninguna casa se parece a su vecina… cuando es la casa en constructo permanente como la historia, me doy cuenta de una dialéctica sólida, vivificada de la que tendremos mucho que aprender. No voy a hablarles aquí de la violencia intrafamiliar, o de las agresiones que suceden en el barrio, pues son tan reales y tan citadas que sería ridículo pretender dar una versión suficientemente seria y analítica del asunto. Hay que mirar con cuidado este asunto, no intento invisibilizarlo, pero los pueblos felices no pretenden hacer de su pobreza una virtud del tipo pobre pero honrado. No me malinterpreten, ya he dicho que los pueblos felices necesitan crecer en la comprensión de sí y liberarse en toda la extensión de la palabra, de lo contrario terminarán por devorarse a sí mismos a la manera en que lo hacen los pueblos infelices.
            Los pueblos felices se citan en comunicados donde se cuantifican los muertos y las muertas y se da cuenta de las atrocidades a los que son sometidos. Pero esto tampoco supera en muchas ocasiones la lógica del dato inconexo. Es increíble como el sistema distorsiona incluso nuestra malicia e intuición y por supuesto nuestra urgente necesidad de producir conocimiento pertinente para Latinoamérica. La agenda del indicador de gestión y del proyecto pone de presente el convenio de limitación en la “producción de la tecnología” del saber. Nada mejor que transformar a un o una joven estudiante inquieta en un apacible funcionario o funcionaria, en un trabajador anómico de una ONG poco comprometida, para conservar la armonía estilística, para inmovilizar. A los y las víctimas las usan para contar los casos a la usanza de las fotos de Irak, muchas veces más que para ser oídas, para ser expuestas mientras otros y otras resuelven qué hacer con el problema. Lamentablemente, no pocas de las buenas intensiones, terminan reforzando la nivelación por la victimización y algunas víctimas culminan dejándose aplastar por la caridad, los proyectos, las indemnizaciones, sin que sus voces de indignación se levanten para quitarse el precio de encima, la cotización de la víctima en el mercado.
            Por eso no procuro derivar esta visión desde el dato que tiene su pertinencia, siempre y cuando, logre superar su condición de dato. He querido hablarles de las cosas que casi no vemos y rara vez documentamos. Les he convidado a que vengan a ver conmigo, a pesar de nuestra miopía, el derecho a superar nuestra condición de ciegos. He querido hablarles de todas las imágenes que me vinieron a la mente el día infeliz en que el dios enceguecido se devoró a Luchito en su camioneta sin placas de la seguridad democrática de Uribe Velez, su cuarto móvil de paredes grises de los trillers. Estas imágenes hacen más llevadero el llanto de aquel momento, evitan que seamos nosotros y nosotras las que enloquezcamos y finalmente, nos permiten seguir adelante, nos alimentan como banquetes inmensos, inconmensurables que sólo se pueden digerir en colectivo.
           
A los pueblos felices que me permiten ser parte de su existencia.

Continuar:

Los Pueblos Felices: Lo ingerido

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