martes, 27 de octubre de 2009

Arnaldo en Azul y Agua




A Roque Julio Torres Torres
Niño asesinado en Casanare por miembros del Ejército Colombiano.
16 de Marzo de 2007
Los niños tenían alas de zancudo y Jesús corría con una rama de mata é ratón que se le había enredado en las enaguas a doña Lesbia, desde San Sebastián al pié del río Magdalena en su camino hacia el cielo. Jesús les espantaba mientras Arnaldo intentaba acomodar su trasero sobre una silla de oro, cuidando de ocultar sus botas de caucho llenas de barro, de la mirada sigilosa de un arcángel muy diligente en la tarea de mantener brillante el piso de cristal.
El oro es muy frío, piensa Arnaldo, mientras turna una nalga dormida sobre tan hostil superficie. Le han prometido a Arnaldo que la comida va a estar servida dentro de poco. A lo lejos, escucha Arnaldo su himno favorito
Allí fuego no habrá
Ni tristeza, ni dolor
Porque entonces, Jesús el rey del cielo
Para siempre será consolador
Y por supuesto, tal como lo proclamaba el himno, Jesús tenía la impostergable tarea de espantar a los niños que solían rodear a Arnaldo para jalarle su larga y descuidada cabellera, lo que constituía la fuente de su dolor. No habría más dolor. Jesús sabe cuanto duele que jalen el cabello, al fin y al cabo, Jesús también tenía el cabello largo. ¡Era su consolador!
No es que Arnaldo no estuviera contento en aquel lugar, al fin y al cabo, nadie nunca más le molestaría, Jesús en persona se encargaría de ahuyentar a todos y todas las que pudiesen lastimarlo, incluyendo a su madre. La incómoda sensación que aturdía a Arnaldo era la de no discernir la tan estimada ventaja, entre hallarse sentado sobre una silla de oro y estar acostado en el camastro tirado en un rincón terroso, donde solía dormir. A suerte, su camastro a fuerza de los 14 años de uso, tenía prefigurada la forma de su cuerpo campesino. Pero el oro era bonito, no era cómodo pero era bonito y Arnaldo que solía deslumbrarse con poco, no podía dejar de exhibir su sonrisa mueca y nerviosa ante todas las visiones que se le presentaban de momento.
Lo de su mamá, es bueno aclararlo. Arnaldo quería que su mamá estuviera con ellos, con Jesús y con él, ella debía estar en algún lugar cercano. Pero si la mamá lo viera sentado en esa silla, comenzaría a reprenderlo por… ¡no es muy claro por qué! quizás porque se había atrevido a sentarse en la silla del mismísimo Jesús. Por eso Jesús era solo para él, al menos, mientras estuvieran rondando los niños zancudos, que Jesús había convertido en zancudos, como castigo por molestar a Arnaldo.
Cuando llegó la hora de la comida, Jesús, con un gesto cariñoso le indicó donde estaba la sala de banquetes. Arnaldo caminó tímidamente, pensando que a lo mejor debía haberse quitado las botas, pues estaba dejando rastros de lodo por doquier, pero el arcángel no se molestaba en irlos limpiando. Cuando Arnaldo entró al salón de banquetes quedó aturdido ante tantos extraños alimentos traídos, según la versión de un ángel, uno que servía, de todos los confines del universo. Aquello era un festival de colores, texturas y olores difícil de digerir, pero Arnaldo estaba hambriento y en buena hambre, no hay mal pan. Estaban sentados a la mesa otros tantos campesinos como Arnaldo, tímidos y desconcertados como él, amenazados por una parafernalia de cubiertos dorados y copas de cristal, cuyos usos despertaban más sospechas que alegrías. Los niños zancudos miraban con apetito a través del perfecto cristal de la ventana de aquel salón de oro, mientras que Jesús convidaba a Arnaldo a sentarse en la silla que encabezaba aquella gigantesca mesa. Arnaldo hubiese querido decirle a Jesús que necesitaba un cojín o algo así para sentarse, pues debido a la eternidad de tiempo que estuvo compartiendo el trono de Jesús, le habían quedado las nalgas adoloridas. Los ángeles cantaban en un idioma incomprensible para Arnaldo, complejas y suaves melodías, pero no tenían ritmo ni instrumentos, ni habían arpas, ni maracas, ni cuatros, ni se distinguían historias gabanes llaneros, ni sonaba la canción del cachicamo que corría asustado por que se lo iban a comer, ni la de los morichales al pié del camino y Arnaldo, que acostumbraba a bailar joropo en las fiestas del pueblo, sintió aquella música como un zumbido de viento de páramo, más que como música. Siempre inauguraba las fiestas del pueblo bailando solo en medio de la plaza, mientras la gente se reía y aplaudía, Arnaldo sabía que hacía feliz a la gente de aquel abatido pueblo. Arnaldo se sintió como cuando se extravió en aquel páramo, en uno de sus intentos de huída de su casa porque aquella música celeste tenía el mismo efecto de extravío que produce la niebla y le pareció que los coristas flotaban sobre una inmensa capa húmeda de musgo. Arnaldo tomó la cuchara con su mano gruesa y sucia y la llevó a un plato dorado pero la bella sopa que había en el plato desapareció junto con todos los alimentos, se desvanecieron como si se tratara de una treta de la bruja de la vereda de Morcote.
Entonces Arnaldo, hambriento y desconsolado, escuchó a lo lejos, desde el mismo lugar de donde provenían los himnos una prédica conocida:
En el cielo no habrá necesidad de alimento, porque allá, no habrá hambrunas, ni guerras, ni sed, no habrá necesidad del dinero...
Pese al gran hambre de 14 años de antigüedad que tenía Arnaldo, se sintió aliviado de que por primera vez en su vida, el no tener dinero no sería importante. De la inmensa mesa de comida sin comida, les llevaron a conocer La Nueva Jerusalem, como se llamaba aquella ciudad. La ciudad de por sí, era una amenaza para Arnaldo, siempre tuvo miedo mientras vivió en la ciudad. Lo que más le molestaba a Arnaldo de las ciudades, era que estaban apeñuscadas, casas juntas, sin campo para animales, sin ríos a la vista, todas las casas iguales. Aquí, todas eran de oro, ordenadas y limpias, sin animales, porque según el arcángel, los animales no tienen alma. Arnaldo igual no entendió cómo se puede vivir sin animales, sin cultivos (porque no hay hambre) con árboles llenos de fruta que nadie come, sin niños porque no hay sexo, no hay matrimonios ni arrejuntamientos (los arrejuntamientos de por sí, son pecaminosos). Arnaldo sentía la imperiosa necesidad de respirar algo distinto a ese aire alcalino que producía la metálica prevalencia dorada y así se lo hizo saber a Jesús, su amigo personal.
Jesús le apartó de las demás personas y le sacó a las afueras de la ciudad, por un camino tan transparente como el nacimiento de los ríos del Páramo de Pisba. Anduvieron escoltados por el arcángel limpiador, porque las botas de Arnaldo parecían incansables surtidoras de lodo. Llegaron a un campo de suave grama, donde pastaban unas ovejas muy peludas, algunas tiradas en el prado porque el peso de la lana era superior a sus fuerzas. Arnaldo se sintió contento de ver aquellos robustos animales ¡había animales en el cielo! El arcángel explicó aquella contradicción a su teológico argumento acerca del alma de los animales, levantándose diligente aclarando que el cielo estaba lleno de corderos, animalitos que habían sido sacrificados por la expiación de los pecados. Eran los únicos animales que podían estar en el cielo.
Arnaldo empezó a sentirse incómodo con la diligencia higiénica del arcángel y decidió quitarse las botas para pisar con la planta de sus pies, aquel pasto delicado y perfectamente verde y acercarse así a espantar las ovejas, como solía hacerlo en la finca de don Diego, al que mataron los soldados. El Arcángel intentó disuadirlo, pero Arnaldo sintió el ímpetu de ser amigo personal del Rey de los Cielos y haciendo caso omiso a las convenientes pero poco persuasivas sugerencias del arcángel, Arnaldo, de un brinco se tiró al césped, se quitó las botas y salió corriendo hacia las ovejas. Jesús le miraba divertido y gozoso, mientras el arcángel intentaba inútilmente detener el flujo irrefrenable de lodo que salía de las botas de Arnaldo. Arnaldo brincaba mientras las ovejas desconcertadas balían y si el peso se los permitía, huían torpemente hacia la nada. Arnaldo las tumbaba al suelo y se recostaba sobre sus abultados vientres lanosos, aferrándolas con ternura, con la misma ternura con la que solía abrazar todo lo viviente que encontraba en su camino por la vida. El arcángel, al ver el gozo de Arnaldo, dejó que las botas siguieran liberando los incontenibles ríos de lodo que ahora también traían consigo, pequeñas avalanchas de piedra y agua y se concentró en la pictórica escena. El ruido de la risa de Arnaldo pronto llamó la atención de todos y todas las habitantes del cielo y de todos los cielos y llegaron rápidamente (pues el tiempo en el cielo no tiene importancia, así que pudo ser rápidamente o eternamente) al campo de las ovejas sacrificadas. Se apearon formales e inhibidos al lado de Jesús quien parecía más divertido que el propio Arnaldo. Los límpidos pies de todos y todas las luminosas habitantes del cielo, comenzaron a llenarse del lodo, piedras y agua que emergían copiosas de las botas de Arnaldo. Sintieron bajo sus pies la ya olvidada sensación de tener “los pies sobre la tierra” y tanta alegría les causó la memoria de antiguos acontecimientos, que comenzaron a correr sobre el lodo, las piedras y el agua, como los niños del campo hacen cuando se bañan en los ríos. Aquella tarde, o día, o noche, porque en el cielo ya no hay más tiempo, las calles de oro se llenaron de cientos de miles de pisadas de lodo, que ningún arcángel con todo su poder, podría haber limpiado.
Jesús le pidió al arcángel, se agregara en las Sagradas Escrituras, el pasaje en que Arnaldo jugó con las ovejas del cielo.
El Pastor terminó su predicación:
La tribulación algún día terminará, seremos entonces felices cuando al encuentro de nuestro Salvador, tomaremos el vino que él prometió solo volver a beber, cuando estemos todos reunidos a su mesa.

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