martes, 27 de octubre de 2009

Diario de la anorexia



Soy un gato desprovisto de caderas, grueso arriba, con su cola de hilo que ha salido a la calle sin energía. El hambre me enfría las piernas, congela las manos y la punta de la nariz. Resulta imposible caminar así. Los caminos se disuelven, se disipan, el hambre no nos deja caminar. El hambre anula todo tiempo futuro y nos sumerge en un estar aquí, tan cerca de nosotros mismos que resulta imposible escapar, no nos deja caminar. La única manera de fugarnos de tanta angustia que nos genera ser así, es desaparecer. Caminan a mi lado, en esta milimétrica marcha, miles de personas autocondenadas, sumidas en esa desaparición, en no gritar, en no aparecer. Militantes del hambre ¡desunidos! Su fantasma recorre la encapsulada tierra de la abundancia.
Cuando logran aparecer unas cuantas, esbeltas y porcelánicas figuras, lo hacen como epílogo de su inminente desaparición, son objetos de una vida media breve. La ropa para los y las anoréxicas es tremendamente costosa. Para caber en un pantalón de anoréxica, debo esforzarme tanto en no comer y ahorrar para vestirme, todo parece una paradoja invisible.
Mi gato se lanza a casar alguna mosca, gimiendo, arañando viento para no ser, para ser de viento.
Me pregunto, quién conspira en contra de tan delgados espectros, quién encargó esta debilidad del alma que no supo discernir entre alma y cuerpo, tal vez porque tal discernimiento resulta tan inútil, como haberme propuesto caminar en un día sin alimento.

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