martes, 27 de octubre de 2009

LA MUÑECA QUE NO ES DE DUBAI


Cuatrocientos granos de arena resumidos en un tintineante frasco y me dice ¡Cuánta riqueza hay en Dubái! Yo observo fotos de la decoración chabacana del hotel y me deprimo con el sabor alcalinotérreo: yo no quiero estar en una playa sintética desprovista de accidentes. Él sigue hablando de helicópteros que salen en videos musicales, de los peinados voluminosos de las cantantes con sus renegridas melenas, de los delineadores incompasivos, de los atuendos con brillos de Gold Souk. Regreso entre tanto al borde de una tela prendida con un rocío de alfileres ¿Quieres que te fría un pedazo de carne? Dice: no gracias mamá y procede a organizar, como un rey mago de oriente, los regalos de diversas pelambres y tamaños: esto es para Juana, esto para Dalia, esto para los gemelos, esto para mi profesor, yo miro de reojo. Ahora enebro un poco aquí los pensamientos que otrora fueran prolijos, un Dostoievski maltrecho que le enseñé en el colegio, solo para no escucharle cómo se entrega a esa odalisca de exitólogo barato. A ti no te importa nada – por qué me dices eso, nunca estás orgullosa de mi – orgullosa de qué ¿de que vas a ser rico porque te ganaste un pasaje al lado de Kiyosaky? Después dirás que él es tu padre porque te enseñó a ser rico y que tu verdadero padre te obligó a ser pobre - ¡Mamá! – Déjame, no quiero tus obsequios dorados – Cualquier mamá estaría orgullosa de mí, por qué tienes que ser tan rara – no soy rara…  perdóname.
¡Qué guapo es mi hijo! – pienso – déjame mostrarte algo mamá – saca de un estuche de terciopelo una pequeña muñeca de alabastro. Mira este trabajo tan detallado ¡tan bien hecho! No es de Dubái ¡Eh! La coloca en la palma de mi mano. La muñeca es un hilo de alabastro saturado de delicadezas soberbias, adosada en su traje para esconder pudorosa sus piernas terminadas en pies de menos de un centímetro, una muchacha frágil que teme extraviarse en estos desafortunados tiempos: los ojos tristísimos debajo de un manto sigiloso. Te la traje porque se parece a ti cuando eras joven. La miro sorprendida por las similitudes con mis rasgos de juventud, con mis antiguos humores ahora petrificados en alabastro. Tiene los dedos unidos por membranas silenciosas y los brazos largos y pulidos. Sus labios hacen la misma mueca que aún conservo y puedo averiguar si mi tez fue así de blanca en mis fotos a blanco y negro. Mi hijo me miró con nostalgia, se rompieron mis mejores tiempos y yo no puedo acusarlo de lo que ahora él es, menos de lo que ahora soy. Sonríe mi hijo con sus dientes de blanqueamiento laser mientras desciendo mi inspección hasta donde su cuello se toca con la camisa impecable. Continúa hablándome con sus manos al tiempo que zarandea un costoso reloj con el ritmo de sus aventuras. Vuelvo mis ojos hasta mi mano y me estremezco con mi imagen blanquecina del pasado. Luego vuelvo a mirar a mi hijo y él me sonríe: La estatuilla me costó 1.000 dólares.


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