martes, 27 de octubre de 2009

Los Pueblos Felices



LosPueblosFelices
PRIMER LIBRO:
EL TEATRO – MUNDO COMO PRELUDIO A LOS PUEBLOS FELICES
ASUNTOS ASUMIBLES


Prólogo

Cada vez es más difícil encontrar en la literatura esfuerzos destinados a enfrentar preguntas genuinas, es decir, a intentar resolver aquellos asuntos que realmente nos conmueven y nos estimulan. Es imposible negar que en estos tiempos de postmodernidad, neoliberalismo y desencanto frente a las utopías el buen hábito de la interrogación inteligente ha caído en desuso. Se le señala de subversivo o terrorista, y en ocasiones ha sido disminuido con desdén por esa misma ciencia que lo hipostasió en el pasado, así como por la parca disposición para las cosas del alma que es propia de muchos científicos. Al parecer, hemos olvidado que las preguntas toman su fuerza de una fuente más profunda que la razón y que solo hacen uso de ella para formalizar y compartir con otros aquello que nos perturba.
Pero de cuando en vez llegan a nuestras manos breves escritos que, por fortuna, han dejado de temerle al señalamiento, a las falsas pretensiones de cientificidad o a las modas intelectuales –casi siempre insanas-, para lanzarnos preguntas y señales que nos devuelven a la sensibilidad profunda de lo humano, que nos instalan una vez más en ese lugar de la vida donde no se requieren delimitaciones ni taxonomías exactas -y ya todos intuimos que sólo desde allí es posible superar esa tara que divide la experiencia en lo subjetivo y lo objetivo-.
Este libro es uno de esos casos. Bajo una lúcida mirada de la vida propia, que para el caso no puede ser otra cosa que la vida compartida y repartida mil veces con desprendimiento, Marcela nos invita a pensar en las claves siniestras del mundo actual. Sus palabras emergen desde aquel sitio que en su corazón ocupa la fe sincera y comprometida. Por ello, por provenir de allí, este relato fluido, cargado de alegorías y recorridos veterotestamentarios, viene atado también a una esperanza sin mesura, sin miedos, a una esperanza de la abundancia. La figura cumple su cometido: en medio de una contención economicista que reduce a mujeres y hombres a apéndices del mercado y fabrica la compleja naturalización del in merecimiento de la abundancia, se propone el incontenible brote de aquellas raíces que, pese a su simplicidad aparente, se anuncian como porvenir, como abra abierta y cotidiana destinada a dar esperanza a aquellos a quienes Benjamin enunció como los que no tienen esperanza.
Lo más sugestivo de este libro es el modo en que reconoce cómo esa raíz no brota de un ánimo de sacrificio o de la propensión al martirologio propia de algunos luchadores sociales. La raíz, denuncia la autora,  es “la raíz de mi vida misma”. La raíz esta en las cosas frágiles: ¿acaso Dalton sabía de la contundente fragilidad universal de unos cuantos poemas inéditos en manos de una humanidad futura y desconocida, pero sensible? ¿Acaso nuestros “primeros padres” imaginaron la profundidad de esa cautivadora y ligera cintura mesoamericana, con Sandino o sin él a bordo? La raíz, o tendríamos que decir mejor las raíces, fundan esos pueblos felices que, en medio de este mundo capitalista avasallador, existen así no más, resistiendo desde su amor y su inclinación a la alegría.
Estas cálidas páginas, de principio a fin, constituyen una invitación a compartir una cena, a celebrar la realización de ese deseo aplazado de nuestros pueblos por más de cinco siglos, sin dejarnos atrapar en la impostura de aquellas indigestiones y aquellos modales que no dejan de bordear acusadoramente la realidad. Servir la mesa, o la recreación de esa Última Cena en la que Jesús anima ser recordado “…no contritamente a través de escasez, mesura, duelo o sacrificio, sino a través del encuentro, de la cena…”, será entonces el gesto más propicio a una vida otra, a un mundo otro. Gracias a esa figura, que organiza el libro y produce un marco de sentido original para interpretar los problemas de hoy, se ha operado una mutación profunda en la comprensión misma de la salvación. Como en los tiempos de ese Jesús, hoy enajenado como nunca antes de los pobres, la comunión no es más sacrificio. Su representación ha escapado de la hostia pálida, contracara del pan y el vino, o de la macabra Teología de la prosperidad y ha regresado al amor que ata a los hombres de manera entrañable. El artificio de una iglesia que ha dejado de ser comunidad ha sido desvelado desde la experiencia de la autora. El velo corrido nos avoca al imperativo de fundar una nueva comunidad.
En esta cena-libro lo asumible, o esas intuiciones bien concebidas y sujetas al examen del corazón, trascurre agregándose y desagregándose en significaciones sometidas al vértigo de un movimiento pendular. Movimiento que activa la conciencia y que emana del ritmo natural de los cuerpos, del latir de las pasiones apenas denunciables hoy -apenas figurables- y de los recuerdos. La oscilación es clara. Mirar el mundo es mirarse un poco. Recorrer sus caminos no es más que explorar nuestras propias sendas. Apuntar hacia esa máquina de producir mundo resulta ser un atentado contra nuestra propia humanidad. Y finalmente, denunciar sus tribulaciones supone denunciarnos a nosotros mismos, evidenciando nuestra fragilidad constitutiva y de contera, la de ese teatro-mundo bien dispuesto para unas duplas aterradoras: el hambre y la anorexia, la violencia paramilitar en Colombia y el terror mundial del capitalismo, las ausencias íntimas del presente y las añoranzas del pasado.
No hay pretensiones analíticas mentirosas en estas líneas. No se trata de una obra llena de esas reducciones de lente que buscan calificar el sentir y el escribir como ejercicios inscritos oficialmente en los cánones de la teología, la filosofía, la sociología o, en la Ciencia Política. La defensa a “la virtud del poder ver” centra sabiamente todo este agasajo, y con ello parece ser suficiente. Los  asomos ocasionales de Bourdieu o de Dahl no son en ningún modo apariciones que informan sobre algún enfoque teórico o metodológico destinado a enlazarlo todo tras bambalinas. Ellos están a la altura de Orwell o de Alicia -sin país y sin maravillas-, y sus voces participan de la cena sin imponer etiquetas o categorías definitivas. Su riqueza aporta ingredientes deliciosos, y sin embargo, la apuesta dura, el plato fuerte lo propone Marcela, arriesgando conceptos, indicando rutas para una intelección que va hasta los fondos del alma para restituir de vuelta la comprensión del mundo.
Una mirada particular a la religión se despliega en estas páginas. A la presencia permanente de una visión en clave de fe se suma una actitud crítica de las transformaciones de la iglesia. Aunque la apariencia actual de la institución, tanto de la católica como de la evangélica, la revela como una suerte de artefacto para la mercantilización de la fe y de la experiencia religiosa, la autora no busca sellar juicios definitivos. A cambio, y con desprendimiento, nos deja saber de su experiencia, nos deja ver su sentir y nos presenta lo que añora y reclama a su propia vida, militante de un modo particular. En este sentido, el libro Los Pueblos Felices nos recuerda una vez más esa reconocida frase del Cura Camilo Torres: no se puede ser un verdadero cristiano sin ser revolucionario; sólo que en esta ocasión Marcela logra darle un sentido de promesa que nos cuestiona sobre el habitual uso político, referido al martirio, que se le ha dado a la frase.
No puedo dejar de mencionar para terminar las referencias permanentes que tiene el texto a la historia familiar de la autora. A estas alturas, y antes de que se haga evidente al finalizar el prólogo, es preciso decir que Marcela Vega es mi hermana y que habitualmente prologar un libro de alguien tan cercano resulta muy difícil. Una distancia prudente en ocasiones nos ayuda a leer textos ajenos con mayor rigor, mientras la cercanía nos compromete y nos lleva a la condescendencia. En este caso, y pese a la evidente relación entre autor y prologuista, ha sido innecesario tomar distancia, pero tampoco hay lugar para la condescendencia.  Gran parte de lo que está puesto en juego, así como el sentido mismo de la elaboración -su carácter sensible-, han sido discutidos y compartidos desde hace varios años en la vida cotidiana, en algunas reflexiones y en la práctica. De tal suerte, que se hace inútil cualquier odioso esfuerzo de comprobación o alguna crítica descarnada que vaya más allá de alguno que otro detalle irrelevante de la escritura.
Lo que si resulta indispensable es reconocer que las referencias familiares consignadas acá son un acto valeroso de exposición a los demás, una liberación frente al pudor, tan costoso a personajes como Barthes, un a sinceramiento que seguramente puede resultar vacuo para muchos, pero que es importante para activar esa nostalgia que habita nuestras vidas hasta hoy. Lo curioso de enfrentar estas referencias es descubrir que, pese a nosotros mismos, o tal vez por nuestra causa y sin saberlo, hemos sido felices, y tal constatación implica darle a la memoria la potencia de un argumento, convertirla en una verdad íntima que debe ser compartida y repartida sin reparo. El efecto de ese reconocimiento procura una transformación importante: dirigir la atención a cierta forma de la felicidad. En efecto, es preciso derruir ese sentido común que termina por gobernar el modo en que representamos al mundo y nos representamos a nosotros mismos, para dar paso a una imagen distinta, no ingenua o romántica, ni atada a esas felicidades de supermercado. Se trata de fabricar una imagen atenta a los detalles, a eso que parece frágil o marginal y que sin embargo es la potencia que sostiene toda resistencia; a aquello que en su ocurrencia parece despreciable pero que multiplicado por miles termina siendo el acto-mito fundador de una nueva noción de lo social: los pueblos felices. No se trata de “…los mismos pueblos perfectos, no se pueden reducir a virtudes y defectos, son complejamente pueblos. También necesitan crecer y librarse del signo apabullante de la historia signante.” Marcela nos invita a los Pueblos Felices, una categoría para la acción y para la esperanza en estos tiempos despojados de signos y de fe.
Hecha la invitación solo resta disponerse y pasar a la mesa… 

Manuel Vega Vargas


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