lunes, 18 de enero de 2010

Los Pueblos Felices: ¡La comida está servida!




¡La comida está servida!

¡Vengan a la mesa queridas y queridos comensales! ¡Vengan pronto que se va a enfriar! Esto de lo que les voy a hablar, es un cena que he preparado con todo el amor de una mujer sola escribiendo en su casa, para el deleite de aquellos y aquellas que no queremos abandonar los alimentos. Vengan a la mesa con sus peores vestimentas, aquellas queridas ropas de trabajo que se ajustan tiernamente a las vicisitudes de nuestros cuerpos, a las montañas de nuestra glotonería. Aquí no hay protocolo, no necesitan tarjeta de invitación. ¡Vengan! no tienen que traer nada, solamente el ánimo para oír alguno que otro disparate que se agolpa en mi cabeza y que no siempre tiene por suerte, dar con algún hilo específico o con algún autor esencial. Vengan a la mesa, sin decoro, sin aviso, qué poco requerimos para invitar al otro, a la otra, al festín de nuestra propia vida. Compartamos un pequeño momento, espero no tan mediático, disientan conmigo y disientan de mi, pero, si al final nos podemos poner de acuerdo en algo, que sea un motivo para trastocar los cimientos del hambre.


Creció en Su presencia como un brote, y como una raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza y sin aspecto atrayente.
            Isaías 53, 2

            Cuando encontré este versículo en la Biblia - que hace parte de las profecías mesiánicas -, tuve grandes dificultades para erradicar de mi mente, la impecable iconografía con la Jesús se nos fue revelado. La elegancia de su presencia en el arte, en la iglesia, en las figuras retóricas de la adoración, en las visiones salvíficas de los sermones, en la incorruptibilidad de la urna, hacían de este pequeño versículo, un hallazgo perturbador. Pronto me colocó en la difícil tarea de desentrañar mi propio archivo interno, forjado con sumo cuidado, en las instituciones religiosas que me habitaron durante la infancia.
            A la luz de este versículo, empecé a sospechar de algunas de las figuras relacionadas con mi imaginario cristiano, como por ejemplo, la blanca vestidura de Jesús resucitado. Una víctima torturada y sacrificada con sevicia, se presenta de repente, después de un interludio donde nadie sabe con exactitud qué sucede, impecable y bien peinada. Dos heridas bastante discretas, surgen de sus manos. La túnica blanca del resucitado, tan clisé en las películas, fue en su momento cierta especie de pared que impedía ver el cuerpo torturado de un hombre, a quien era políticamente correcto presentarlo redimido a pesar de la muerte y de las causas de la muerte y del peso de una maquinaria de muerte inverosímilmente poderosa. La muerte de Jesús logró que viésemos como natural, la necesidad de ciertos asesinatos.
            No ver las heridas, no sólo nos provee de la sustancia in pervertible con la que se cubren a los miles de torturados y torturadas, asesinados y asesinadas y padecedores de otros tantos vejámenes a veces no tan explícitos, sino que, adicionalmente y como un bono ideológico, se nos ocultó el ver cómo la historia tiene el inusitado poder de estrujar la carne de los dioses, quienes al parecer, a usanza de nosotros los mortales, tampoco se libran de tener sus propias carnes, concreciones, realidades que se producen sin necesidad alguna de demostrar sus existencias objetivas: el paso implacable de la historia por los cuerpos (en especial por los cuerpos de los dioses) es una denuncia tan gravosa que apresura la vestimenta inmaculada de la víctima. Finalmente y como síntesis del estrujamiento de los seres de carne y hueso junto con el de las divinidades, surge aquello de convertir a las múltiples víctimas concretas, en una única entidad celestial inolora e indolora lo cual, al parecer, es la mejor manera de echarlas en el olvido, mientras se exalta el culto a la cada vez más creciente generación de seres celestes. Como hay mitos de salvadores y de monstruos en la lógica amigo-enemigo, también habrá un mito de “víctima” que despersonaliza a las víctimas de carne y hueso. De esto dará cuenta la construcción de cierto “proyecto igualitario” vía la infantilización y la victimización de buena parte de la sociedad, pero también y desafortunadamente, dará cuenta algunas voces bien intencionadas que, a causa de las emergencias provocadas por el avance de tal proyecto, han aportado a la reducción del ser humano a la condición de víctima. Una parte de ello es de lo que tratará este escrito.
            Por lo pronto volvamos al versículo. Porque este osaba aparecer de vez en cuando en los sermones de la iglesia y cuando lo hacía, su incómoda epifanía resultaba un inevitable atentado a la elegancia pictórica de Jesús. Entonces, para evitar vanos rubores, el pequeño pasaje nos era explicado con una versión algo tramposa y reinterpretada de Saint Exupéry, la cual versa que las verdaderas cosas sólo son visibles a través de los ojos del alma. Pero las verdaderas cosas son visibles en las carnes y en los volúmenes que conforman las espantosas escenas que reconfiguran el paisaje político, social y cultural de mi país.
            Para la fortuna de todos y todas, y es otro de los asuntos que intentaré asumir, también son visibles aquellas cosas de las que comúnmente no se quiere dar cuenta, como por ejemplo, la “mítica” existencia de algunos pueblos felices.
            ¡Vengan a ver! Vamos a aprender a ver… yo no sé ver aún, por eso me enredaré mucho en estas páginas, estoy intuitivamente tanteando los aires que me rodean y ya me he topado con algunos asuntos, por tanto, son asumibles, al menos por ahora.
            No serán pues las más bellas, las cosas verdaderas, sino que de suyo, son verdaderas a pesar de sus grotescas apariencias de belleza.
            Esas cosas invisibles que tanto se nos invita a buscar adentro, al desentrañarse, al encontrar los intereses que las provocan, al recorrer la historia de sus relatos manoseados para producir efectos contradictorios, cuando se les arrebata la apariencia de “cosas bellas” y se sospechaba de su tersura imposible, entonces se nos revelan mucho más terroríficas que la humilde fealdad del mundo del común: son un mundo de ideas bien vestidas pero espectrales. Al desnudar todo aquello que se considera “bello”, “virtuoso”, “de bien”, “trascendente”, no encontramos otra cosa que un cuerpo herido de pensamiento, vejado, invertido muchas veces, reinterpretado al antojo de quienes, a su vez, pretenden cubrir sus vergüenzas tapando el cuerpo lacerado de sus víctimas. El pensamiento se transubstancia como el pan en hostia, en un mantra que parece haber fundado el universo, pero que a duras penas funciona en las brevedades de los intereses.
            Como vamos del versículo al ropaje, del Jesús raíz al Jesús resucitado, volvamos al asunto del ropaje: no todo se cubre con la túnica blanca. Se trata de un encubrimiento selectivo, adoctrinante, necesariamente forzado. Otras cosas se dejan al desnudo para escarnecernos produciéndonos repulsión y se tiran al suelo por el que inevitablemente transitaremos, con el fin de que sean odiadas. Son realidades y se presentan como realidades, pero no para producir un pensamiento de realidades, sino para reforzar el pensamiento transubstanciado en rezo: suplicamos porque algún fenómeno divino nos convierta en invisibles.
            Esas odiosas “externalidades”, dejadas estratégicamente a la vista, son garabatos sanguinolentos nunca a la deriva, abandonados con un cartel de dogmas y sentencias, con las tripas afuera como advertencia. Y, mientras a ciertas criaturas engrandecidas que tienen el deber de convertirse en ideas, les intentamos esconder las heridas de la historia para que puedan darnos la calma de la contemplación, pululan paralelamente las escenas de hombres y mujeres desolladas, desgarradas, quemadas, descuartizadas, cuadros todos que preceden a la necesidad estrambótica de dolor y supremacía perdurable hasta nuestros tiempos. Una reedición de los padecimientos de los mártires para mantener el cariz del dios. Otro asunto que intentaré asumir.
            Como ven, aquello que he ido tanteando con mis manos, serán entonces algunos asuntos asumibles y ya que lo haré sin la erudición suficiente, es cierto también que el reclamo de la escritura debería ser necesario para todas esas visiones de la vida que, aún cuando no cumplan con el protocolo necesario, cuando menos se les tendría que otorgar el espacio para expresar su asunción frente a las propias posiciones críticas, afectos y aprehensiones, en lugar de intentar presentarse como inmmaculadas y rigurosas. Extrañamos de nuestros intelectuales latinoamericanos y latinoamericanas, conocer el color de sus tintas, el ropaje que usan mientras escriben, pero sobre todo, los alimentos que injieren mientras redactan: romper con tantos informes, casos meticulosamente estudiados, con tantas exigencias del empirismo y de las financiadoras, para poder asumir los asuntos que casos, datos, informes y el empirismo, van proveyendo en argumentos.
            No quiero decir que toda intuición sea digna de hacerse de ella, una teoría, digo, que si la escritura es una herramienta para conocer la visión del mundo de muchas personas y si con ella, cada una de nosotros y nosotras se atreve a poner en el panóptico sus asunciones, entonces, esta debería ser más democrática y debería proliferar con mayor abundancia.
           
A propósito de ciertas mesuras, la abundancia será entonces, otro asunto que asumiré, por la necesidad de que se le devuelva a la vida, su carácter de abundante. Ya lo veremos más adelante. Por ahora, entremos en materia de la experiencia, coman conmigo un trocito alegre de mi vida.

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