martes, 27 de octubre de 2009

Los Pueblos Felices: entonces y si no están en el alma...




La explicación acerca de lo invisible, no explica la invisibilidad del pasaje bíblico. La invisibilidad no es un don divino que nos esconde apartes de su palabra, sino un instrumento de encubrimientos de otras cosas que subyacen a la invisibilidad. Para asumir con mayor prontitud mi tarea, tuve que buscar algo que me permitiera acceder a la belleza de una raíz, de un brote de hierba mala, de la maleza y de la aridez, para ver si podía descubrir la inmensa vocación de la profecía.
            El recuerdo que me permitió un buen acercamiento al versículo, como para poder entender su humildad bíblica, es el de mi padre, hombre común y corriente que disfruta enormemente comer. Jesús raíz, es una visión negada sistemáticamente por la apologética que se vale de la invisibilidad celestial, para ocultarnos asuntos de su carácter y de sus hábitos tales como: los textos que dan cuenta de sus accesos de mal humor, las respuestas salidas del protocolo debido para cualquier dios, pero especialmente, su presencia poco tímida en banquetes y fiestas del pueblo. Al hallar este descuidado versículo, se descubren los rincones de la Biblia (mucho más abundantes de lo anunciado) con su respectiva asignación de olvido, construida por la tradición sermonal. Los rincones sospechosamente ocultos no son únicamente bíblicos. La diferencia entre lo invisible – las cosas bellas del alma – y lo oculto, es que sobre esto último, no parece haber un reclamo urgente de hallazgo. Con el ocultamiento de ciertos asuntos o su presentación distorsionada, se sostiene el esqueleto del cuerpo del “irremediable destino” pero, para nuestra fortuna, en algunas ocasiones, tales cosas ocultas son puestas en su extensión como acontece con ciertas osamentas.
            ¿Qué sucede entonces con esos rincones ocultos, en el caso particular del versículo bíblico? Bueno, yo tuve la grosería de citarlo sin su contexto y sin mayor análisis, por tanto, no puedo hacer de ello un descubrimiento, como es cierto que no es mi intensión caer en el lugar común que se utiliza para explicar tal olvido, haciendo uso de las tesis de la enajenación producida por los aparatos ideológicos de las clases dominantes, como lo es la religión, pues hablaría de otra alienación que de algún modo, también nos enajena con argumentos usados a muy grosso modo, de dar cuenta con mayor rigor acerca de una amplia cantidad de situaciones, pensamientos y recreaciones que brotan demasiado prolíficamente, como para asignarles un origen único, igualmente grandilocuente y excesivamente sustancial, a modo de otra doctrina apologética en vía contraria: cristianas y cristianos hay millones, en distintos países, con distintas doctrinas tan diversas y complejas, como los contextos donde se anidan. Reducir tal fenómeno a una frase de panfleto es poco menos que irresponsable. Tampoco puede reducirse la historia del cristianismo a las dominaciones y violencias ejercidas por el aparato religioso – aunque son ciertas y abundantes –, pues las historias de las religiones pueden ser tan diversas como sistemas religiosos con su multitud de variantes. No se puede seccionar tales complejidades en base, estructura y superestructura de forma tan clara. Pero este escrito no es una defensa a las religiones – y lo digo antes de que alguien me apabulle con la descontextualizada frase del opio de los pueblos- sino una defensa a la virtud del poder ver.
            Tampoco estoy en condiciones teóricas de llevar adelante semejante ejercicio. Este escrito apenas trata sobre un plano vastísimo de comentarios, testimonios y suposiciones, muchas de ellas antes contestadas seguramente, por elaboraciones teóricas profundas y sin duda, por intuiciones no tan elaboradas, pero si tan angustiantes como antiguas que no son de mi propiedad en absoluto. Tan sólo añadiré, se trata de los asuntos que he decido asumir, aún en contra de mí misma y con la certeza de hallarme muy inmersa en el conjunto de todo este teatro-mundo.

            Hallé una raíz en la raíz misma de mi vida
            Asistir a las comidas y fiestas con mis padres es toda una experiencia. Mi madre termina siempre por concluir que la causa de los precarios modales de mi papá, se debe a una educación inadecuada. Mi papá parece divertirse aún más con la lógica argumentación de mi madre, aunque la etiqueta de ella resulta ser producto del autodidactismo, de los rumores de una educación ajena impartida a otros y otras, de la que mi madre apenas recibió los bordes. Pero hacer añicos las normas de mi madre es divertido para mi padre, él la enoja para luego sacar algún chiste al respecto. Yo solía perturbarme junto con mi madre porque quería que mi padre fuese “más educado”. Mi padre es una raíz felizmente despreocupada de la armonía del mundo.
            Tardé mucho tiempo en comprender la belleza de una raíz, de un brote de hierba, a las personas como mi padre.
            Sin embargo, la clave del asunto no está en compadecer la “fealdad” con la resignación de la “belleza del alma” – lo que nos llevaría a las versiones más comunes de la caridad- , se trata de ver la inconmensurable belleza de la fealdad.
            Si alguien le pregunta a mi padre “¿quiere repetir?”, él sin el menor sonrojo dice que sí. Parece siempre dispuesto a alegrar a los demás comensales que le rodean, compartiendo del mismo plato de su alegría. Mi madre padece de fríos calambres pero, finalmente, termina riéndose de la glotona disposición para la alimentación que exhibe mi padre.
            Cuando comencé a comprender la forma en que mi padre subvierte la armonía, mis deseos hacia el futuro cambiaron, aún por encima de los deseos de mi propio padre para mí. Ya no deseaba ser una profesional competente, una gran líder evangélica, modelo de mujer cristiana o una militante política dispuesta al martirologio. No necesitaba ganarme un lugar en las diferentes e inmarcesibles pseudo realidades que inventamos para autoredimirnos. Quería intentar ser feliz en la inmensa profundidad de esta palabra. Necesitaba entender a las raíces que brotan por doquier y el mundo que algunos metros sobre ellas, flota indiferente ignorando la profunda belleza de lo ignorado, acusando a todo lo demás fuera de él, de fealdad. Quería poder echarme toda una tarde junto a mi padre con una totuma de manjar blanco[1] a escuchar sus historias de cómo llegó a construir la mitad de las trochas que existen en Colombia, las anécdotas de las avionetas siempre a punto de caer y sus encuentros con personajes que ahora se nos antojan míticamente monstruosos.
            Pero cuando quise hacer estas cosas, me había capturado la cruel infelicidad de este teatro-mundo y me hallaba ya lejos de mi papá y mi mamá…


[1] Dulce hecho en la región del Valle del Cauca, a base de leche y azúcar. Una totuma equivale aproximadamente a una libra.

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Los Pueblos Felices: Sobre la inspiración





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