martes, 27 de octubre de 2009

Los Pueblos Felices: Sobre la inspiración




Sobre la inspiración

Mesoamérica

            Si una delgada franja de tierra
Tiene la osadía de interponerse a los planes de unificación de dos tremendos océanos
¿De qué otras cosas, puede ser capaz?
            Alicia.
           
A ustedes[1] que también soy yo. En San José de Costa Rica - Diciembre de 2006
           
Unos pedazos de milagros que ya nadie contempla, que alguien barre disgustado del frente de su casa – “¿por qué nos llueven milagros?”, se pregunta enojada la hacendosa mujer que los barre - milagros que a nadie le interesa unir para, al menos, intentar comprender en qué pueden ser milagrosos los milagros. Así es la historia de unos hilitos vitales que se abren camino por debajo de nuestros pies y que cuando emergen parecen endebles, aplastables: la historia de algunas raíces. En el subsuelo de todo lo visible, de esa mole obesa y mal decorada, imbécilmente omnipresente, las raíces se vuelven sinuosas, se enredan, interdependen, se juntan o se separan y luchan por el alimento, se aferran, se silencian y finalmente se unen de un extremo al otro del verdadero planeta, el que está bajo los pies de todos y todas ustedes.
            Para mí resulta demasiado costoso entender algunos asuntos referidos a la máquina de producir mundo, en especial, cuando uno no es un buen ingeniero, o al menos, un ingeniero. Solo empezaré a escribir para disipar la inmediata tristeza de haber descubierto a través de mi vida, siempre tan “guardada de todo pecado”, la misma máquina que aturde al “pecador”, pues esta máquina no sabe distinguir a los que se portan bien de los que no. Si las razones se vuelven poderosas y empiezan a construir otra cosa, bueno, escribo porque siempre se tiene la esperanza, aún en el vértice mismo de la desesperanza.
            Espero no me encuentre un tanto gris, ya sabe, necesitamos ciertos forzamientos, ciertos extremos que cuando los mencione, parecerán dramaturgia. Pero no es así, usted los ha visto por doquier en su realidad, en la mía que vio a través de estos cuatro meses que llevamos en este “experimento” humano, en este lugar para entrar en crisis y rehacerse, y cuyo nombre me reservo, porque tales funciones ya no tienen lugar en la mente de las financiadoras.
            Ahora sí, va la carta. Si usted estuviera en una isla perdida, después de pasar allí años enteros sin hablar con otra persona y, de repente, en alguna de sus expediciones encuentra el libro del poeta que difícilmente hubiera adquirido para su selecta, inmensa y civilizada biblioteca, ahora abandonada por su involuntaria ausencia ¿qué sucederá? Posiblemente usted se aferrará a aquellas páginas con todo el amor del que es capaz, las leerá una y otra vez, conversará con ellas hasta aprenderlas de memoria, las recitará para nadie en las tardes en que convida a los zancudos a tomarse un café imaginario y les añadirá los versos que usted va considerando con el tiempo, le hicieron falta escribir al poeta.

            El amor vino con las palabras,
los besos fueron frugales letras,
el abandono se llenó de diligentes visitas

            Claro que no se trata del mismo asunto de Robinson Crusoe y las tesis del ser humano en aislamiento, como cierto laboratorio de individualismo. Pues cuando usted lee un poeta en una isla despiadada, habla con un poeta aún cuando él no esté ahí. Usted no se está inventando un amigo, está usted conversando esa conversación que el escritor o la escritora, le dejó planteada hace tiempo atrás. Es una virtud de los poetas, pero también, de las cosas que nos hablan del trabajo de los seres humanos y de otras tantas relaciones.
            Quédese ahí un momento, le prometo volver a esta isla más temprano que mi dispersión. Por ahora déjeme contarle lo que pasó ayer. Tuve en mis manos un cuadernillo clandestino de Roque Dalton ¿Recuerda que lo andaba buscando, dando por hecho que estar en Costa Rica sería suficiente para encontrarlo? Pues sí, es cierto, al parecer Mesoamérica es un sólo camino con muchas bifurcaciones, como las buenas raíces. Cuántos kilómetros tuve que viajar para encontrarme con esas hojitas mimeografiadas, envueltas en un grueso plástico, cosidas con ganchos oxidados, con su carátula dibujada por un artista incapaz de soportar la más moderada de las críticas.
            Al dueño le parecía curiosa la forma en que pasaba los dedos por las hojas mapeadas con moho – ¿qué estará intentado tocar? Se preguntaría-  mientras yo leía con incredulidad aquellos versos exactos, poco decorados y viscerales del poeta: Roque Dalton. La gente que le vivió se entusiasma cuando uno pasa los dedos con tanta maravilla, porque a veces piensan que sus poetas han quedado aplastados debajo de un mundo que continúo sin misericordia y sin poetas.
            Me encontré con Dalton, el poeta que había leído por primera vez en un libro de la biblioteca de mi profesor de sociales. Como ese libro, mi profesor tenía cierta literatura sobre Centroamérica en los años en que todo era inexpugnable para mí, satánico para las monjitas del colegio y por tanto, Centroamérica era un lugar prohibido en mi entender. Después conocí que era Mesoamérica y entonces comprendí por qué tanta advertencia, si algo así puede hacer tambalear los cimientos de la tierra, como toda buena raíz.
            La reacción medio “cúltica” de mis dedos, acostumbrados a acariciar así, “cúlticamente” a fuerza de mi formación cristiana – uno no escapa de tener sus propias adoraciones -, fue una reacción nostálgica frente a algo tan poderoso, consignado como un testimonio de papel manchado e inverosímilmente sostenido por dos famélicos pedazos de cinta, débil y desamparado como ningún otro libro que hubiese habitado la tierra escrita, y que este cuerpo sometido al hambre del olvido y la desesperanza, haya tenido la potencia de congregar a esta también pequeña persona que tiene usted a la distancia de una carta, quien durante cuatro meses, desde que llegó a Costa Rica, anduvo persiguiendo rastros del poeta sin mucha fortuna. Debía aprovechar que esto era lo más cerca que podría estar de El Salvador, ya que mi nacionalidad colombiana es de muy poca ayuda a la hora de adquirir las visas que se me solicitan en la mayoría de los países de Centroamérica – cabe aclarar que pese a ello, la Mesoamérica, más intuitiva, siempre me acogió.
            Qué poder extraño pueden tener esas cosas en apariencia frágiles.
            Pero ante todo, déjeme aclararle que se trata de poder, no sea que piense que mi tristeza, se ha confundido con cierta mirada ingenua del mundo, típica de quien hallándolo invivible, piensa que los problemas son eternos y tienen la misma raíz: el poder. En especial, cuando intitulo estos asuntos asumibles como Los Pueblos Felices, no piense usted que se trata de una vuelta a lo pueril y al autismo sin mayor reflexión y se interprete este intento mío como el de alcanzar una felicidad traspasada por resignación o ingenuidad. Tampoco tengo el dinero para construirnos un falansterio, tal vez allí radique algo de todo este rencor (es una broma).
            Por eso hablo del poder del sobreviviente de un hecho inverosímil, contradictorio, con tantas versiones como mesoamericanos y mesoamericanas existen, como una potencia impresionante que explota en forma de un cuadernillo, como cientos de cuadernillos, como miles de memorias cubiertas de palabras, como dinamita, como la propiedad colectiva de un pulgarcito de poeta, de un pulgarcito de país, como lo canta Viglietti, como lo recuerdan algunos herejes de cierta forma elegante de escribir la historia. El librito es una evidencia aún ocultable pero nunca inexistente de la época en que los poetas, mimeografiaban ellos mismos, poemas clandestinos con la calidad literaria necesaria para ganarse el prestigioso premio de Casa de las Américas.
            Hoy, en medio de la agenda del lo útil, lo urgente, necesario y prioritario, un poema de Roque Dalton, de Rugama, de Martí, parece ostentoso e inútil, mientras la poesía de lo inocuo se derrocha en vueltas en círculo sobre las microdécimas tragedias humanas, fabricadas a fuerza de tener que provocarlas, giros lingüísticos, delicadezas snobistas o erotismos poco carnales a pesar de su apariencia “carnal”: supuestas carnes in pervertibles que no han sido heridas y que son lanzadas por la escritura, como ruedas sueltas fruto de la espontaneidad de alguna mata.
            No existe una financiadora que patrocine la escritura de las y los pulgarcitos de poeta, salvo que se trate de esos talleres donde la “cultura”, es una forma de ocupar el tiempo libre de jóvenes concebidos como delincuentes en potencia, tal y como se creía en Colombia, en los años 50 que el cultivo de la belleza, la virtud y las artes, libraban a los jóvenes de la mano siniestra del demonio de la mariguana.
            ¿Le parece que me dejo rendir demasiado por la nostalgia? Pues aunque le parezca curioso, yo era una niña cristiana en la época en que ocurrieron tales hechos, por tanto ¿cómo se puede sentir nostalgia de algo que nunca se vivió? – también es cierto que se puede deber a los relatos, no pocas veces tinturados de exageración épica-  y tal vez, para las generaciones presentes, exista también una extraña especie de nostalgia cuyo origen no les resulta tan fácil de explicar, porque las nuevas escuelas enseñan a tener desdén de aquellos comportamientos “daltonianos”, de ciertas místicas propias de “imbéciles” que no comprendían la “ahora sí comprendida” complejidad del mundo. Estos esperanzados triunfalistas desfasados de toda realidad, como se dirá hoy en día de Dalton, son reemplazados por lo que se considera, es una opción más realista y concreta: la teleología de la democracia liberal casi reducida a la democracia electoral – ¿jamás criticada por su idealismo? – y las imágenes de nuevos hombres y mujeres más reales, quienes paradógicamente se van pareciendo a las imágenes abstractas y uniformadas de los medios masivos. Tanto realismo me abruma.
            Pero el desdén no quita la nostalgia, apenas consigue dejarla en la impotente e incómoda condición de nostalgia.
            ¡Ah! Pero entonces usted me contesta con unas críticas muy bien sasonadas y que estimo yo, no son ni la mitad de lo que pasó. Pero, independiente de todas sus críticas, de lo que me contó acerca de las traiciones y los errores que marcaron la historia de Centroamérica y que bien ha hecho usted en señalar (tampoco se puede ser un esperanzado adimensional) y todo lo demás que parece ser en lo que mayor uso de memoria hacemos, quiero preguntarle ¿Cómo se explica que un pueblo sujeto a tales condiciones de hambre, violencia, terror, exclusión, se atreviera a imaginar que podía ser libre? Además aclaro, porque me refiero a la propiedad colectiva de Dalton, no al gran Dalton que nunca pretendió ser. ¿Cómo se explica que una tierra despojada de su fertilidad natural, pueda darse a la tarea de germinar semejantes poetas? Esto casi se nos antoja, pertenece al plano de la fantasía, pero sucedió en la realidad, en carnes reales de seres que encarnaban. Lo fantasioso está en creer que tales cosas no pueden ser provocadas por los pueblos, por los seres humanos concretos.
           A simple vista Centroamérica parece un cuadernillo endeble, soportando todo el peso de un norte monstruoso, una mole de vicisitudes, mientras se debate entre dos océanos mil veces más grandes que ella y apenas se conecta gracias al angosto hilo del istmo a la inestable y siempre explosiva masa del sur.
            Todo entonces parece inexplicable, si al hecho verificable nos remitimos. Pero actuamos con tal desconcierto e incredulidad, como si lo que nos perfora la razón, pudiese explicarse con una simple teoría de juegos. La lógica puede ser a veces la mirada más pérfida de los ya prolíficos vericuetos de la superficie.
            Las vanguardias, los líderes, las ideologías (alguna muy cercana, empuñada por el asesino de Dalton) y que usted criticaba con toda justeza y que yo considero, no han sido aún suficientemente criticadas, pueden ser tan falibles como sucede con las personas que las vivifican, tan humanas como pueden ser de inhumanas las personas que las empuñan: la inhumanidad a pesar de su desagradable ropaje, es también un producto humano. Ello no las justifica, apenas alienta irlas sometiendo a juiciosos escrutinios y no simplemente, a tristes juicios revolucionarios. Lo que quiero decir, es que de alguna manera van a presentarse siempre y no por ello vamos a sentarnos a envejecer. Pero el sueño de ser libres no parece perder vigencia, si acaso se oculta de cuando en vez, cuando al mencionarlo se hace parte del clisé, cuando la palabra se ha funcionalizado hasta usarla para designar cualquier aflojamiento de grillete, cualquier reforma, cualquier negociación democrática que apenas si cuestiona las inmensas brechas en procura de la armonía, una paz que se busca para tapar LA PAZ que se nos ha sido negada, transubstanciada en el acuerdo mínimo que debemos aceptar para no parecer mal educados y vándalos, en el darnos la mano como protocolo simbólico de una comunión inexistente en buena parte de las liturgias. También sucede cuando el ser libres se convierte en el tema maldito en las mesas de exquisitos intelectuales que le confieren a su asepsia personal, a su autismo cínico y a sus onanismos de élite, el carácter de categoría y la presentan como la más progresista de las inaniciones. La anorexia es entonces un mal necesario.
            Cuando ve usted, lo que pasa en América Latina en este momento, hace bien en concentrarse en la gestión de los presidentes y las presidentas, que diciéndose ser progresistas, parecen más haberse constituido en los y las anfitrionas de una negociación entre facciones moderadas, a fuerza de los cuerpos tradicionales que las soportan. Sabe que esto también tiene sus excepciones, no pienso hacerle proselitismo a nadie. Pero en lo que no hemos querido reparar, es en la inmensa fuerza que subyace a estas cosas. No, no se equivoque, no hablo de caudales de electores, hablo de fuerzas, tensiones, de superación de fronteras, de solidaridad incontenible, de lo que sucede mientras se pone o se quita un presidente, hablo de poder. Hablo de una nueva convocatoria alrededor de la libertad (término mal patentado por el lugar más paranoico de la tierra), ese camino difícil que jamás consistirá en un paso. Fíjese que tal vez, los que no queremos ver somos usted y yo, estamos cayendo en el vicio de poner nuestros ojos en el hecho mediático, registrable y no en los cuadernillos clandestinos del poeta y de los nuevos y nuevas poetas convocadas a la libertad que están brotando como raíces de mala hierba, con sus cuadernillos grapados y sus dibujos de lápiz malhechos en papel barato o en estos nuevos cuadernillos de la internet, de las camisetas, en campesinos y campesinas que andan buscando encontrarse de nuevo, en jóvenes intelectuales que intentan escapar de sus maestras y maestros desencantados para apostar de nuevo a construir pensamiento en América Latina, en los otros maestros y maestras, intelectuales que continúan dando coses contra la muralla porque piensan que 50 o 60 de años de hacer pensamiento, es muy poco tiempo para quitarse las botas, es un inmediatismo imperdonable, pero y principalmente, no nos fijamos en las y los que han tenido que retomar la solidaridad como único mecanismo de no perderse en medio de la devastación. ¡Si ve que es necesario tener que ver de nuevo!
            Lo que sentimos como un estremecimiento cada vez mayor, es la tierra del continente moviéndose, porque sus raíces se están intrincando, se abrazan, se cobijan con la misma sustancia nutritiva, se alimentan con denuedo. Son raíces que podríamos ver (puesto que la vista a veces, se puede convertir en la negación de lo visible) si se desbordan hermosas sobre la propia historia del arrasamiento y la masacre.
            ¡Ojalá tal cosa nos acontezca! Aún en el vértice de la desesperanza, me atrevo a afirmar que no existe el crimen perfecto ni la vida eterna, sino el continuo mismo de la vida. De eso se trata este escrito que hoy le presento y que usted ha tenido a bien inspirar en mí. Estas son las dos grandes utopías del dios estrecho, del que ya tendremos tiempo de conversar, aquel al que le está carcomiendo su imbécil idea de perder la infalibilidad y omnipotencia (sentimiento que sólo demuestra que es falible y no es potente). Pero no le voy a contar más, porque si usted quiere, podemos más bien ponernos una cita con zancudos y café imaginario, en alguna de nuestras playas paradisíacas y yo personalmente le leo mis neófitas reflexiones. Así garantizo que tal vez podamos aferrarnos a unas palabras aún en maduración, incluso podríamos descubrir fácilmente que resulta más urgente en mí que en usted, dejarme convencer por el poeta. He vuelto a la isla.
            Por ahora le regalo esta clara sensación de haber acariciado una época, en un cuadernillo siempre a punto de deshojarse, recordándonos con su figura de carnes prietas que los hambrientos y las hambrientas, en apariencia endebles y poco resistentes, están escritos con palabras tan poderosas y comprometidas, como los versos de Dalton.

            Hoy, 2009, también al pueblo de Honduras


[1] Ana Laura Pesquín, Emma Villalva, Emiliano Di Bella, Digna María Adames, Susanne Reick, Mariano González, Patricia Arias, Diego Camilo Figueroa, Carlos Angarita, Franz Hinkelammert, Gabriela Miranda, Francia Jammet y a mi Yanetita, Yaneth Martínez. 


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