martes, 27 de octubre de 2009

Los Pueblos Felices: Primer Asunto: La historia de la hostia que quería ser pan…




14… Cuando se evaporó la capa de rocío apareció en la superficie del desierto una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha sobre la tierra.
15 Al verla los israelitas, se decían unos a otros: «¿Qué es esto?» Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: «Éste es el pan que Yahvé os da de comer.
16 Esto es lo que manda Yahvé: Que cada uno recoja cuanto necesite para comer, un ómer por cabeza, según el número de personas que vivan en su tienda.»
17 Así lo hicieron los israelitas; unos recogieron más y otros menos.
18 Al medirlo con el ómer, no sobraba al que había recogido más, ni faltaba al que había recogido menos. Cada uno había recogido lo que necesitaba para comer.
19 Moisés les dijo: «Que nadie guarde nada para mañana.»
20 Mas no obedecieron a Moisés, y algunos guardaron algo para el día siguiente; pero se llenó de gusanos y se pudrió; y Moisés se irritó contra ellos.
21 Lo recogían cada mañana, cada uno según lo que podía comer, pues, con el calor del sol, se derretía.

31 Israel llamó a aquel alimento maná. Era blanco, como semilla de cilantro, y con sabor a torta de miel.
32 Moisés dijo: «Esto es lo que ha mandado Yahvé: Llenad un ómer de ello y conservadlo, para que vuestros descendientes vean el pan con que os alimenté en el desierto cuando os saqué del país de Egipto.»

Exodo 16.
            La Santa Cena en mi Iglesia (evangélica) consistía en un pan blandito[1] de mil pesos y un jugo de uva sin alcohol. El pan pasaba de mano en mano y era arrancado con prudencia a merced de ser culpados de glotonería. Era repartido a aquellas personas que habían sido bautizadas después de un proceso de discipulado. Cuando era niña, veía a mi mamá tomar la cena y me sentía tremendamente frustrada por no poder hacerlo con ella. Pero yo era niña, sería difícil para aquella comunidad aceptar que una niña pudiese tomar alguna decisión responsable acerca de sus creencias. Al llegar a mi adolescencia, pude bautizarme y tomar mi primera cena y el primer domingo de cada mes, me levantaba orgullosa, sin ahorrar esfuerzos por hacerme notar, de tal forma que los que no se hubiesen bautizado sintieran lo muy importante que ese momento de comunión resultaba para los y las que sí.
            Lo que acabo de narrar, podría parecer un relato macabro de alienación religiosa, sin embargo, no consigo recordarlo así. En verdad, no había una gran conspiración detrás de ello. Aclaro esto porque con lo que voy a tratar más adelante podría dejarse la impresión de que todo lo simbólico es malo. La racionalidad mítica también es humana y ha tenido todo tipo de usos que han ido desde los liberadores hasta los más opresivos, explica Franz Hinkelammert. Por eso, afirmo a la vez que no todo en el culto está sujeto irremediablemente a una conspiración. Muchas veces los y las que intentan descubrir los caminos secretos de la religión y sus vínculos con logias siniestras que controlan al mundo y que tienen planes milenarios para obtener el poder total, son víctimas de la misma paranoia con la que las logias siniestras y buena parte de los líderes de algunas religiones, ven todo lo que se encuentra fuera de su círculo de influencia. En estas cosas no había grandes misterios, al menos, en estas cosas.
            Con el tiempo, la iglesia, la cena y mi entusiasmo se fueron desdibujando. Intenté acercarme a la iglesia católica, especialmente conmovida por las y los teólogos de la liberación, pero nunca pude comulgar en ella, la hostia no representaba nada para mí. Yo se que se trata de un asunto simbólico, no mágico y que tomarla no me suma ni me resta. Pero el relato que subyace a la hostia me resulta sombrío y macabro.
El sermón que se repetía vez tras vez en la Cena de la Iglesia de mi infancia y juventud, hablaba de un hombre-dios, quien en algún momento de su historia se había convertido en pan y en vino, en alimento para el cuerpo y alma en un mundo desahuciado de esperanza. Cierto que la esperanza se sustanciaba en un ser celestial, en ello hay grandes problemas. Pero se intenta establecer, al menos, un tipo de relación de amor y comunión. Esa relación se simbolizaba con el tipo de cena que he descrito.
            La hostia es un cuerpo traslucido, blanco, no parece alimento. Cada hostia es igual que su predecesora, igual que su futuro, como una equiparación del tiempo y del espacio capaz de convencernos del mito fundante universal de la constricción, en una unicidad sin rubores a la hora de interpretar, juzgar y distinguir la abundancia, porque el juicio y la discriminación sólo pueden ser explícitos en la homogeneidad.
            La hostia actúa como si fuese pan y niega que este se comporta, se bordea de forma desigual al ser arrancado, al tomarse por distintas fuerzas y diferentes intereses en el momento de ser rasgado. La hostia intenta cubrir el cuerpo lacerado del pan en la historia de una humanidad hambrienta. Es un teatro elegante del alimento, es una belleza impuesta por algún canon de redondez y perfección.
            La figura del maná transmite un rasgo de belleza distinto. El maná no se encontraba protegido de toda trasgresión en una urna, sino que caía del cielo como rocío y se tomaba del suelo como tierra. Su belleza radicaba en esta disposición física, en la cualidad de estar a la mano como la escarcha. Su dulzura de miel se expandía sobre la tierra como pequeñas gotas de agua sobre el desierto, sin un gran protocolo de por medio, sin un intermediario que comercializara con él, era alimento para todos y todas las que estuvieran dispuestas y dispuestos a ingerirlo.
            Cuando me asalta la inconmensurable belleza de esta escena, pienso en lo irracional que resulta ser la transubstanciación[2] en forma de hostia, la pequeña e insípida cosa del sentido de la comunión delgada, del alimento figurado que reinterpreta a aquel alimento que se toma en abundancia. Si lo material condiciona a las ideas, entonces tendríamos actos simbólicos con panes retóricos, pero la verdad es que la idea produce sus propios alimentos concretos, masticables, pero nunca alimentos que alimenten: la hostia.
            El lamento de mal, vino tampoco evocaba en mí la fiesta de salvación a la que había dedicado 21 años de mi vida. El vino se bebe porque es digestivo y alegre, pero este vino precario solo invita a la tristeza y a la falsa austeridad de los templos: el vino abundante cede su lugar a una mancha roja impresa en el borde de la hostia. El desconcierto de vino que ocupa el lugar del vino, anuncia a voces, grandes sequías para nuestro tiempo: a la alegría le quedan contados los días.
                 
Me gusta El Vino, porque El Vino es bueno,
      Pero, cuando el agua brota pura y Cristalina de la madre tierra......
      MAS ME GUSTA EL VINO!!!
                  Me gusta El Vino porque El Vino es Tinto e'ñor
      porque sale chorreando de l'uva
      porque tiene sabor a campo lindo
      y a la negra buena moza que me gusta
                  Me gusta El Vino porque El Vino es bueno,
      porque lo saca el trabajo de la tierra
      porque emborracha cuando uno esta sereno
      y porque alegra cuando uno tiene penas
                  Me gusta El Vino porque chicotea cuando uno anda de lacho
      por ahi y no se anima pue 'ñor
      cuando canta en la rodaja de una espuela
      o cuando dibuja en pintitas la enagua de una china
                  Me gusta El Vino por eso, porque es Vino
      y porque está en el aro de la cueca
      porque está en el descanso del camino
      y en la mesa querida con mi vieja
                  Me gusta El Vino porque me hizo llorar no se por 'onde
      cuando sali a tomar una vez con los amigos
      y traté de demostrar que ya era un hombre
      cuando no se me secaba aun ni el ombligo
                  Me gusta El Vino porque me hizo daño
      cuando me tocó el olvido hace algún tiempo
      y me la pasé tomando me acuerdo casi un año
      y no pude arrancarmela de adentro
                  Me gusta El Vino porque no fue vicio,
      mas bien fue una lección bien aprendida
      La vida nos exige sacrificios
      y no puede andar tirando por ahi uno...   la vida
                  (Coro)
      Allá va la muerte me está esperando,
      Allá va debajo de la enramada
      Allá va la muerte me está esperando,
      Allá va pa' cojerse de una garrafa
                  Me gusta El Vino porque estoy contento
      porque puse otro cuento en la guitarra
      Porque puedo cantar con sentimiento
      de las cosas y la gente de mi patria
                  Me gusta El Vino al lado del asao',
      de las papas cocidas de la ensala'
      Al lado del ají y del peure cuchareao
      ese tan rico que hacia mi 'amá
                  Me gusta El Vino el sábado en la Tarde
      y me gusta El Vino el domingo en la mañana
      y para que no me deje feo mi compadre
      me gusta El Vino casi toda la semana
                  (Coro)
      Allá va la muerte me está esperando....
                  Vaya un consenjo en serio para el que quiera
      Hay que medirse para tomar sin propasarse, pues
      Yo por ejemplo de la guata hasta la pera
      Hago 6 litros y cuarto
      Sin envase
            Me gusta el Vino

Tito Fernandez (El Temucano)
Chile
      
Y eso sería todo
            Unos años después quise ir al servicio de una congregación similar a mi antigua Iglesia que había conocido tiempo atrás y noté que habían cambiado el glotón pan de la esquina por hostias similares a las que se usan en las catedrales. Debilitada mi fe, sintió un golpe del que a veces pienso, no se podrá recuperar. El culto dejó de hacerse en un salón improvisado y en la Cena desapareció el pan blandito que se arrancaba con alegría y cuando el alimento cambió en esta Iglesia, cambio la Iglesia. Hablo de transformaciones minúsculas que evidencian cambios profundos. También los lados de la dominación tienen sus humildes cuadernillos. Dar lugar a hostias de mortales filos diseñados para cercenar el alma, servía para anunciar la llegada de la teología de la prosperidad y, con ella, los criterios administrativos de otra estética litúrgica. El sentido común podría permitirnos concluir que, con la prosperidad de la Iglesia y su milagroso crecimiento, el banquete de la comunión debería ser correspondientemente más abundante. Lógicamente debía pasar del trocito de pan a una verdadera cena con panes, carnes y toda clase de frutos y vinos que calentaran el corazón y dieran cuenta de la generosa creación de Dios. Pero al contrario, la re-ingeniería de la cena desnudó las prioridades de la inversión en elaborar hostias más costosas que el pan, distintas a las católicas, usando un pez minimalista que terminaba sellando aquel alimento que no es alimento, que no es pescado ni es pan y tampoco son hostias en el sentido estricto de la palabra. La iglesia invirtió en la apariencia de la comunión pero no en la comunión misma. Será entonces un símbolo de una armonía fabricada en la homogeneidad del pan que oculta las distintas violencias que subyacen en su seno. Así será homólogamente la figura de la paz, en la asepsia de un saludo ritual de la comunidad.
            En el fondo, estas no-hostias, que ¡válgame!, son igualitas a las hostias, se convirtieron en el signo de los nuevos objetivos de la iglesia. Los recursos se destinaron a obras de infraestructura que debían competir con proyectos similares de otras iglesias y con la necesidad de que la congregación se convenciera de la utilidad de éstas, en las estrategias de crecimiento. La teología de la prosperidad terminó por convertir a la iglesia en una gran hostia, capaz de competir con cualquier iglesia-hostia poderosa del mundo y a sus fieles los transformó, a la vez, en feroces ejecutivos de la bendición, personas a la altura de las impecables hostias que ahora consumen. Uno es lo que come. Las historias de la escuela dominical como la del maná semejante al rocío llenando la tierra de abundancia, dejaron de tener sentido salvo para hacer el símil entre el dinero y el pan del cielo: Dios hará llover dólares en abundancia a quienes le obedecen. Paradójicamente, terminan demostrando que el dios que se encuentra por encima de todo tiempo, es herido por la historia que hiere a la humanidad, el maná hoy puede ser dinero, mañana pueden ser acciones, después puede ser tarjetas débito, hasta dios termina dependiendo de las apretujadas formas de la bendición y de la bolsa de valores.
            El maná pierde su suave sabor a torta de miel democráticamente arrojado al suelo y adquiere entonces el alcalino sabor de un billete deseado, manoseado y mil veces manoseado y rara vez hallado en algún suelo.
            El ómer deja de ser el símbolo de lo que se toma y se deja en medio del despilfarro generoso, suculento y grato arrojado con desparpajo en el suelo y se transubstancia en el objeto de culto al capricho de un dios furibundo que lo utiliza para medir la obediencia irreflexiva de los fieles. De memoria necesaria se pasa al culto fraudulento.
            Así como la hostia se abroga y tergiversa el sentido del pan, los relatos eclesiales invierten su sentido para dar lugar a los nuevos objetivos, a los intereses ocultos bajo una gruesa capa de armonía blanca, pura y delgada. Además de que el ómer de la confianza en la provisión del mañana se monetariza, también el ómer de la memoria se desdibuja dejándonos a merced de contextualizaciones bastante paradójicas del pan.
            La hostia, horripilante imitación de pan, no evoca en mi caso particular algún tipo de esperanza, no garantiza el maná nuestro de cada día. Detrás de la hostia existe un dios austero pensando en aumentar sus ganancias parroquiales. La hostia, por su estrechez augura hambrunas y tiene ingrata similitud con la palidez de los arzobispos que aparecen inmóviles en cuadros; aun cuando, dicho sea de paso, son sólo dibujos. En la vida real, sus obesidades patriarcales de ninguna manera se explican por el consumo de hostias. Así serán, con tanto odio, rostro-hostia.
            La antigua Cena de mi Iglesia era ya parte del proceso de abstracción ritual[3], de aquellos donde el ser humano separa sus actividades cotidianas de la mística. El pan de mil pesos y la copita de vino después de la ritualización, dejan de ser alimento y se convierten en objetos consagrados[4] y al apartarse se hacen diferentes de los panes y los vinos festivos[5] y de los alimentos empleados en la cotidianidad, es decir, el significado sagrado escinde a ciertos alimentos de los alimentos, les quita su valor de alimentos, les acordona con un cerco infranqueable e invisible de seguridad construida en el temor y en la potencia del sentido del mito que las sustenta y finalmente desarraiga la memoria de todas las ocasiones en que se parte el pan y se beba el vino[6] por fuera de este acto litúrgico. Una especie de constreñimiento de la memoria que deja de ser memoria cotidiana para transformarse en un relato distorsionado, inmanente, ahistórico, irreflexivo. El ómer de la memoria se convierte en el centro de culto a través de la desmemoria[7].
            Convertirlos en objeto de culto implica excluir a los demás panes y demás vinos del acto de memoria, vendrían a ser el ómer de culto que pasa a distinguirse de los ómers de uso doméstico. De todas maneras, lo pude ingerir por muchos años, porque en él reconocía al familiar pan diario y me gustaba sentir que ese era un rasgo distintivo de mi congregación.
            No estoy tratando de echar atrás la rueda de la historia, esperando que las iglesias permanezcan estáticas o que la vida retorne a la sencillez de antaño, estoy denunciando la ilusión de que está andando hacia adelante, deteniendo lo que debería andar: la comunión, el sentido de colectividad,  para poner en marcha lo que sí debería quedarse en el pasado: la hostia y su mundo.
            En las historias bíblicas, Jesús aparece en comidas y banquetes, en ocasiones relacionados con la fiesta[8]. La Última Cena hace parte de aquellos eventos, dentro de los que Jesús anima ser recordado, no contritamente a través de escasez, mesura, duelo o sacrificio[9], sino a través del encuentro, de la cena. En la Biblia hay un versículo recóndito como el de Isaías que no se ha dado mucho a la exégesis, pero puede este acaso dar luces acerca de la relación y el inminente extrañamiento que habría de acontecer entre los discípulos y Jesús:
            Les digo que no beberé de este fruto de la vid desde ahora en adelante, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre. Mateo 26:29
            Manifiesta su propósito de abstinencia sólo explicable en la enorme esperanza de volverse a ver con sus amigos. Para él, el “retorno al cielo”, lejos de ser una experiencia de alivio y negación del dolor, será una especie de exilio que amerita abstenerse de volver a festejar.
            Sin embargo, el mayor énfasis de la enseñanza que comúnmente se imparte acerca de los episodios finales en la vida de Jesús, no se centra en la esperanza del reencuentro venciendo la muerte, sino la figura de la victimización, aspectos que son reforzados con la contrición y el sacrificio al que debe ceñirse la vida cristiana. El énfasis en la martirización, hace que el cariz festivo de la esperanza del reencuentro, implícita en las palabras de Jesús, quede oculto y entonces la martirización, al sobresalir, se convierte en el objeto de culto. Las raíces no son fáciles de contemplar, por tanto no se prestan para la adoración.
            No intento afirmar que el discurso de Jesús se haya dado en un contexto fácil, no estoy jugando a la armonía que ignora las condiciones objetivas de la realidad, para proponernos permanecer en un sopor de éxito y bendición más propio de la teología de la prosperidad. Hablo del poder del cuadernillo, es decir, del poder de las palabras ignoradas que suelen ayudarnos a superar la condición de víctimas y nos recuerdan la esperanza siempre a la mano, de encontrarnos con otros y otras para vivificar la comunión en medio de la hostilidad.
            Precisamente la hostia carece de este tipo de memoria, pasa por encima de los discursos ocultados y por eso no es posible aspirar a la comunión, ingiriendo un cuerpo blanco y ahistórico que se asemeja a la institución opresiva de la que proviene y le imprime el desagradable destino de ser objeto del terror místico[10]. Es un pan que motiva anorexia. La eucaristía perdió su carisma grato de fiesta, al tiempo que los actos de la vida son despojados de la abundancia, hasta doblegar la comunión y hacerla del proyecto de la hambruna. La hostia nos prepara para la perpetuación del martirio, al obligarnos a comer el cuerpo y la sangre de una víctima torturada y sentenciada a muerte, pero no nos recuerda la posibilidad del reencuentro que supera dicha muerte, o por lo menos, no sin que lo exprese como una resurrección implacable de juicio (no de justicia), más bien un reencuentro poco deseable. Aún comiendo del cuerpo de la víctima, tampoco invita a asumir la condición de otras víctimas, sino de la victimización de una divinidad distante, transubstanciada en hostia y así olvidamos la ejecución de un crimen para transformarlo en un mal necesario, por tanto, dejamos de denunciarlo y convertimos el crimen en objeto de culto. La transubstanciación que sucede a través de la hostia intenta sustituirnos el pan por el macabro acto de comernos las víctimas que producimos, olvidando sus historias, olvidando a los victimarios para abstraerlos finalmente en la cuota necesaria de horror e injusticia que desdibuja a la vida.
            Este cambio litúrgico se inscribirse en una serie de asuntos que tienen que ver con el constreñimiento de toda la vida. No sólo la hostia nos prepara para el martirio sino que ella es la expresión de una sociedad preparada para el dolor, la opresión y la infelicidad. Pero no podemos equivocarnos ante la frágil delgadez de la hostia, ya que ésta encierra un poder de coerción nada desdeñable, en contrario a otras fragilidades a las que se les desdeña su poder, y en torno a esta particular fragilidad, las comunidades católicas más fundamentalistas pueden cerrar filas (como las evangélicas alrededor de sus versiones de “hostia”). Entre la fragilidad del cuadernillo del poeta y la de la hostia, existe una distancia insalvable de sentidos, que hacen que ciertas fragilidades puedan ser pisoteadas o ignoradas (sin manto blanco) y otras sean elevadas a la categoría de culto.
            Así será igual con las diferentes delgadeces producidas por las distintas hambres o con la apariencia apacible mediática de la delgadez versus la apariencia forzadamente apacible de algunas víctimas del hambre, de lo cual hablaré durante este escrito.
            Por lo pronto afirmaré que una condición innegociable, al menos de las fiestas populares que conozco, es la abundancia. Sin abundancia no hay fiesta y sin fiesta no hay comunión. Sin comunión difícilmente hay comunidad. Y esta creciente pauperización social se manifiesta más allá de la vida de los y las cristianas, de los y las pobres, víctimas de la acumulación del capital, halla su causa profunda en la visión con que la sociedad capitalista asume su propia existencia. Provoca la desalmada hambre en los pueblos despojados, pero, no contenta con ello, hunde a toda la humanidad en una inanición sin precedentes. Aunque devastan para consumir, a nadie parece alimentar tales sacrificios, pues no existe alimento que pueda saciar su mecanismo de insatisfacciones. Comemos víctimas que no alimentan, ingerimos hostias, tenemos hambre.
            El hambre se manifiesta de todas las maneras, desde la poco elegante del África, Afganistán, Birmania y Haití, hasta el tipo anorexia que se exhibe en los medios, no sin su dosis de hipócrita compasión. La hostia será entonces, la apariencia de un pan que no alimenta.
            La transubstanciación del pan en hostia es sólo una parte de la transubstanciación de la humanidad en su imagen, su teatro-mundo.
            En lugar de llenar el alma con peces y panes que se desbordan de las manos del nazareno, esta síntesis de pan, la hostia, nos deja un desolador sabor igual a cuando se cae de bruces sobre una losa de mármol. Nos deja a merced de todas las hambres posibles


Las hambres posibles
            No me mires si tanto te disgusta ver cuanto he disfrutado este vivir tan grato
No me mires, no me importa. Tu mirada displicente no puede tocarme
Porque no quiere tocarme
Me he liberado del mundo que ella contiene
Más bien déjame contarte de mi gusto por la vida
Al cabo que si no puedes mirarme
Pues te irrita tanto hallarme fuera de las cosas que te obsesionan
De los esquemas que atrincheran tu cerebro
Pero aún así quieres saber acerca de la alegría y la historia
Tendrás que conformarte con escuchar, lo que no resistes ver.
            Alicia


           


El asunto de los alimentos, no es reductible a la provisión de energía para las actividades del cuerpo. Uno es lo que come. Las personas que restringen sus alimentos, no sólo han hecho un restrictivo cálculo de probabilidades en la relación alimento - peso, sino que en general, han eliminado muchas otras probabilidades frente a sus propias vidas. La delgadez extrema es la expresión visible de un panorama delgado de vida. La desabrida hostia evidencia la desabrida comunión.
            Igualmente, la obesidad originada en el abuso es la dejación de sí, pérdida de comunión con uno, una misma, signo de un sinnúmero de dietas frustradas y ansiedad, pero nunca de alimentación. Las probabilidades del obeso y de la obesa no son mayores que las de aquel o aquella que controla obsesivamente su peso, en ambos casos sea por exceso de control o total descontrol, terminan limitando drásticamente su panorama: el total control es el epítome del descontrol. Lo anterior delata las falacias de las sociedades que se auto afirman de “la abundancia”, si se expande como un sopor la idea de que sus habitantes se encuentran en un contexto de libertades sin fin y de derechos inalienables, como se describen las sociedades en donde tales fenómenos resultan ser más frecuentes.

            Deslactosando
(Apuntes de clase con Leopoldo Múnera)

            Algunos autores de las teorías que reivindican la decisión, como el acto concreto donde se hace verificable el poder, intentan elaborar un indicador de la efectividad a través de lo visible: el efecto de la decisión, la acción que tiene éxito sobre otro u otra. Lo que comúnmente se le critica a estas tesis, es el hecho de que no todas las personas pueden decidir tan libremente (no es un juego entre pares y las condiciones que eliminan toda paridad no son tenidas en cuenta en la medición) o tal vez no se mide el hecho de que pueden decidir no decidir o, finalmente, pueden no tener todas las probabilidades a la hora de decidir. Las críticas a las teorías de la decisión, que se remontan a la ausencia de condiciones objetivas para llevar a cabo muchas decisiones, el cierre alevoso del espectro de probabilidades o la alienación que impide se tomen las decisiones deseadas y se opte por las inducidas, han sido ampliamente expresas por varios autores como Bourdieu, Bachrach y Baratz o Lukes.
            No me referiré a ello solamente, sino a una especie de versión más aberrante: las decisiones que suelen ir más allá de la decisión.
            Los grandes decisores pueden definir asuntos como la distribución mundial de los alimentos a favor de los mercados y conglomerados transnacionales, pueden reordenar el mundo a la luz de sus intereses. He aquí un hecho verificable de la decisión, al menos si no se pretende medir los intereses, sino los efectos de la misma. Llegar a esta conclusión es más bien fácil aunque no por ello es obvia para todo el mundo. Sin embargo, la conclusión no da cuenta de lo que sucede en el estrecho ámbito de decisión del “no decisor”, aquel que no decide o decide sobre asuntos inocuos y donde construye al ritmo mismo de la complejidad nacida en la ilusión de un “mundo irrestricto”, un denso y difícilmente desentrañable universo de inocuidad.
            Los “no decisores”, que serían los sujetos de la no decisión, tienen a su haber decisiones “inocuas” de diversos niveles como por ejemplo: tener dinero y consumir muchos alimentos (el 60% de la población de los Estados Unidos es obesa), tener dinero y no consumir alimentos (una de cada diez jóvenes en Estados Unidos es anoréxica), no tener dinero y consumir alimentos (muchas experiencias de autogestión emergentes en el mundo[11]), no tener dinero y no consumir alimentos (146 millones de niños sufren hambre en el mundo) y aunque el espectro de decisiones posibles de las jóvenes anoréxicas es mayor (al menos en apariencia) que el de los niños hambrientos del mundo (ninguno), o que la decisión de los obesos y obesas de comer, parezca a su vez, resultado de la imposibilidad de autocontrol y por ende de una no decisión, puede afirmarse que el ejercicio del poder, no reside solamente en la toma de grandes e importantes decisiones sobre la no toma de decisiones o la toma de decisiones inocuas, sino a la vez, en los distintos efectos en que la toma de decisiones va provocando la colateralidad incontenible por las estrategias de las y los grandes decisores. No tienen que ver simplemente con las decisiones llanas, sino con la forma en que las y los sujetos decodifican el desafío que plantea el tener que tomar una decisión inocua, interpretan lo oculto de la decisión, resignifican los valores, intereses y saberes que transversalizan toda decisión, se apropian de esto, se fanatizan, se enferman o la mesuran, se ven compelidos a reducir sus proyectos de vida a la inocuedad y, pese a ello, hacer todo el complejo de sus vidas con tan precarios abastecimientos. El restrictivo universo de lo inocuo es, cuando menos, un universo, por tanto jamás se puede despreciar su complejidad.
            Funciona fraccionando una decisión no muy relevante, en cientos de pequeñas decisiones inocuas, para dar la apariencia ilusoria de un abanico ilimitado de decisiones, análogo a lo que sucede con la fragmentación de los mercados y la ultraespecialización de las funciones de los productos.
            Pero la construcción de un universo de decisiones inocuas, causarán una imagen de realidad lo suficientemente poderosa, como para restringir irresponsablemente a lo “inocuo” aquellos asuntos que determinan y configuran la existencia de millones de seres humanos. La  supuesta inocuidad es un nuevo espacio no de tres o cuatro decisiones, sino de todas las decisiones de la mayoría de las personas, decisiones tan variadas y contextuales, como seres humanos existen. Todo ello, vuelvo y repito, bajo el terrible hecho de la constricción a lo inocuo. Esto cuando menos, debe corresponderse no a la producción de dos o tres ideas, sino a la de miliares de ideas que entrecruzadas, harán las veces de cuerpo de pensamiento tan vasto y complejo como cualquier elaborado epísteme de época.
            Y sin embargo, ¿qué pasa cuando la inocuidad se convierte en un multielaborado espacio de pensamiento, en el lugar donde descansa el cuerpo del mismo del pensamiento de la época? ¿Serán sus efectos tan desdeñables, como la calificación de inocuo parece señalar? ¿Qué pasa cuando la realidad del ser humano es el de la complejización y fragmentación (cuya finalidad es la de colmar más tiempo en resolver millones de minúsculas y fragmentadas angustias) de asuntos que no parecen constituir decisiones fundamentales de su existencia?
            Seguramente las personas que tomaron las decisiones estratégicas frente a la distribución mundial de los alimentos, encaminada preferencialmente a los mercados de grandes consumidores, no contaban con la posibilidad de que los residuos de su propia decisión, el planteamiento estratégico para disminuir la influencia de los “no decisores”  llevara a sus propias hijas a ser anoréxicas. ¿Cómo se iba a esperar que la insignificación del alimento, lo que permite su fragmentación y comercialización desprovista de la integralidad del alimento y por tanto, la diversificación y flexibilidad de los mercados respecto a los “gustos” de la demanda, motivara a sus propias jóvenes a dejar de comer atrapadas por la misma lógica de insignificación de los alimentos? Y aún mucho peor ¿Quién podría imaginar que tal insignificación del alimento fuese llevado a los planos más extremos de la insiginificación de sí, como si toda la complejidad inocua nos llevara a una pérdida del sentido total en todos los asuntos de la existencia? ¿No es acaso tanta inocuedad, un pretexto para quitarle el carácter de ser (fragmentar hasta que las cosas pierden su unidad sustancial) a los alimentos y se coloca por tanto, como ese ir quitando el ser de todo lo existente, incluido por supuesto, al ser humano? ¿Demasiado fetichismo? Tal vez. Por lo pronto será el irresistible hábito de la transubstanciación.
            A través de la suma de asuntos inocuos, residuales, basuras de las grandes decisiones, se genera un problema incontrolable y superior a las voluntades decisorias: Las anoréxicas no adelgazan para verse como las modelos, adelgazan para desaparecer, los niños de África no adelgazan para verse como modelos, adelgazan porque se ha decidido que deben desaparecer. ¡Vengan a ver cómo la pequeña inocuedad se convierte en asesina serial! Una pequeña cosa, tierna y vacua como el gremlin de peluche, se convierte en un monstruo con apetencias por la carne humana.
           Podríamos decir que el hambre mundial causada por la pobreza es un problema pertinente de la política mayor, pero podemos afirmar también que el problema del hambre se halla en todo lo residual de la toma de decisiones de las y los grandes decisores. Sus decisiones avocan al mundo entero a una hambruna y miseria generalizada y se expresan para nuestro asombro, en la obesidad descontrolada de un gran grupo social, en la anorexia o en la sí esperada hambre objetiva de los pueblos. La gran decisión no suele ocuparse de lo inocuo, siempre lo posterga para después, igual con el hambre, el medio ambiente, las cosas domésticas.
            El grado de vacío en el que se inscribe la inocuedad y su democratización como pensamiento o pseudopensamiento (no sé a cual apelar) determina a la vez, el grado de peligrosidad que representa para aquellos y aquellas que, asumiendo limitar el acceso a las grandes decisiones pretenden, obviamente para los “no decisores”, un mundo de inocuedades inofensivo. Lo inocuo, cuando se convierte en esa repetición que se asemeja al pensamiento de época y entonces, produce miles de tergiversadas y enfermas versiones que desechan su inofensividad, ensancha su capacidad de trastocar la racionalidad instrumental que otrora, le usara como forma de garantizar la exclusividad sobre importantes decisiones, se transforma, de alguna manera, en el propio germen destructor de la estructura corporativista de la gran decisión. ¿Es acaso esto, contrapoder?
            ¿Puede hablarse de contrapoder, simplemente como un acto de destrucción o desaparición producida por los efectos de la inocuidad? O en el caso concreto ¿en el más dramático caso de desaparición literal de las mujeres que padecen anorexia o de los niños que mueren de hambre, es un contrapoder? O en el más paradójico sentido ¡en la sobreaparición del obeso que así desaparece![12] Nadie podría afirmar que el niño hambriento de la estepa somalí es, en cuanto a hambriento, sujeto consciente de contrapoder. Nadie podría afirmar que la joven anoréxica debilitada por el hambre, por simple esencialidad, se constituya en sujeta consciente de contrapoder. Ningún obeso que compre todos los días su comida en McDonald’s está pensando precisamente en destruir la lógica de adicción a ciertos alimentos que esta empresa produce ¿Entonces dónde está el límite sobre el acto de poder del gran decisor? ¿Qué es esto del contrapoder de la negación o desaparición?
El problema de los intereses que están en juego a la hora de tomar decisiones y el poder que se ejerza, para que estas conduzcan a ciertos actos o a no decisiones, es que todas las decisiones se sujetan a un complejo entramado, un cronotopo donde decisiones, actos, intereses, interpretaciones, comunicaciones, armonizan con un episteme que para nuestro tiempo resulta en extremo funcionalista, despiadado y suicida. Es decir, el poder no se deslinda de una particular imagen de pensamiento que viene elucubrando un mundo bastante siniestro.
            El contrapoder, en tal caso, no está solo en los sujetos no decisores sino en la potencia que poseen tales ejecutores de las decisiones, para llegar a destruirse. ¿Quiere decir que debemos dejar que los malos decisores acaben consigo mismos? ¿Significa que el poder es malo y se autodestruirá? Contrapoder es una lucha incesante contra el poder, lucha que no tendrá fin hasta destruir el poder. La única forma de destruir el poder, es destruir toda condición objetiva donde pueda ser, en tanto existe en las relaciones sociales, habría que destruir la sociedad. El ejercicio de poder de la mayoría de los actuales decisores (grandes y de forma inconsciente, un sinnúmero de pequeños) tiene como consecuencia no consiente la autodestrucción, pues el principio de la no-conciencia que postula Bourdieu no opera solamente en los dominados y dominadas, sino en la propia no-conciencia del dominador o dominadora acerca del fin último de su estrategia. Por lo tanto la respuesta, de ninguna manera puede ser la destrucción del poder como una sustancia maligna. Los niños hambrientos, las jóvenes anoréxicas, el obeso de McDonald´s son contrapoder, en tanto son destruidos, negados, se elimina su propia posibilidad de poder, e incluso, se elimina el futuro del poder de los decisores actuales, en el significativo hecho de condenar a toda la humanidad, sea pobre o rica, ignorante o estudiada, del sur o del norte, a una hambruna sin precedentes, aun cuando estos decisores parecieran flotar varios metros por encima de lo humano. Las anoréxicas, los obesos, las hambrientas de los pueblos pobres de la tierra, no solo evidencian la inevitable destrucción de las lógicas actuales, más grave que ello, su inducida existencia evidencia una destrucción contra todo. No en cuanto sean sujetos o sujetas culpables de la destrucción, sino que al producirlos social y objetivamente, se devela, no una resistencia contra el sistema, sino un apetito sistémico por la destrucción de todo.
            Una persona que muere de anorexia o de hambre en África, no atenta inconscientemente contra el sistema, sino que revela los actos de muerte que acabarán con el sistema y con cualquier posibilidad de existencia de cualquier sistema o de cualquier otra forma no-sistémica de ser humanos y humanas.
            Me voy a atrever a afirmar que lo urgente es salvaguardar las condiciones donde se da el poder, es decir, el mundo donde se dan las relaciones sociales atravesadas por el poder. Me atrevo a más, salvaguardar el mundo donde el poder es una manifestación de la existencia de la humanidad: se hace necesario no la destrucción del poder sino la destrucción del poder autodestructivo.
            Un problema mayor al de la relación funcional con la que comúnmente se hace una simbiosis entre alimentos y dinero, sin que aún hallamos leído que la relación de las y los sujetos con los alimentos no es simplemente simbiótica, sino también simbólica, histórica y social (las fiestas, los bazares de barrio, las reuniones familiares) y que termina explicando la presencia de múltiples hambres, reside no sólo en la ausencia objetiva de los alimentos, sino en un ejercicio de poder de la negación, el ejercicio autodestructivo de aquellos y aquellas que no tienen otra perspectiva que tomar decisiones frente a lo inocuo, si insistimos que alimentarse o dejar de hacerlo puede volverse algo inocuo en la agenda de la humanidad.
            Como el alimento tiene sentidos sociales, simbólicos e históricos en su presencia, también los tiene en su ausencia, sea premeditada o adquirida. La comida resulta ser, en el caso de la anorexia o la bulimia, un acto permanente de arrepentimiento que arranca lágrimas una vez terminado[13]. No funciona solamente en los individuos que padecemos de anorexia o bulimia, sino que precisamente, se alimenta de un conjunto de bordes de la decisión que terminan creando sociedades anoréxicas o bulímicas. En tal caso, la sociedad que produce cantidades impresionantes de anoréxicos, obesos adictos y bulímicos, se rige por la transubstanciación del pan: funciona como un mecanismo de ocultamiento que califica de prescindible, el sentido que los alimentos tienen en presencia es decir, la presencia o ausencia de alimentos, como causa de nuevos lugares sociales (elevados por su ausencia –modelos anoréxicas, delgadez como valor-, bajos por su gran presencia– obesos como sujetos de discriminación, muestra de autoestima baja -, miserables, nuevamente, por su ausencia – el hambre objetiva a la que son sometidos los pueblos).
            La hostia no basta para alimentar todas estas hambres porque ella es un forzamiento hacia la abstracción llamada por un mundo de imágenes, una caverna satelital de Platón, llevada al extremo sobre el cuerpo para alimentarlo a falta del alimento. Romper la relación entre los y las sujetas y las cosas (los alimentos en este caso) trae como consecuencia, además de llevarse por delante tanto a sujetos y sujetas como a las cosas, destruir las cohesiones sociales de los pueblos, en buena parte construidas, alrededor del alimento, también claro, la devaluación del sentido y de las prácticas que rodean el acto de la alimentación, restringe las posibilidades de supervivencia de dichos pueblos y de los y las sujetas que lo componen, una cosa depende de la otra.
            Es una especie de anorexia social, algo así como la sumatoria de miles de “decisiones inocuas” de desaparecer colectivamente, que no pueden decidir frente a otra cosa más allá de la inocuidad. Pero ¿qué de inocuo y de decisión puede tener esta “opción” de desaparecer?
            La antítesis de la anorexia social es la abundancia social.
            Aunque las sociedades donde tales fenómenos como la anorexia, la bulimia o la obesidad vía la adicción a los alimentos son más frecuentes, han intentado denominarse de la “abundancia”, el empleo del término, por el mismo cuadro descrito, no evoca la emoción favorable o la seguridad que va implícita en la presencia verdadera de tal evento. La falsa “abundancia” trae un cargamento de incertidumbres cuyo fin, es afirmar el hambre y desdeñar la confianza en el mañana, en contraposición a las sensaciones inherentes a la verdadera abundancia. Si hubiese abundancia ¿cuál sería el lugar del afán por poseer cada vez más, si no es el presentimiento de la inminente miseria? Santiago Alba afirma que existen supuestas sociedades de abundancia y sociedades despojadas de abundancia y a ambas siempre les faltan cosas. Por tanto la sociedad en su conjunto está sometida a una miseria general.
            Una sociedad de consumo no es una sociedad de abundancia, como se pretende, sino una sociedad de miseria total. Su propia necesidad de producción ilimitada y su propia incapacidad para hacer diferencias la convierte en la primera sociedad de la historia sin cosas y, por lo tanto, en lo contrario de un “mundo”. El capitalismo es un nihilismo[14].
            Las sociedades que se denominan de la abundancia, requieren de una definición de la misma acorde al criterio de lo que el mercado estima como tal. En otros contextos subordinados, se ha infundido una prevención hacia el término abundancia, incluso, en las propias sociedades de la “abundancia” con una entrega parcial del concepto[15] donde tal prevención es necesaria y con ella, una dinámica incesante e insensata de producción: no hay abundancia, siempre hace falta más pues hay que cubrir toda entrada de las “incertidumbres”.
            Es bueno renunciar a la abundancia cuando se es necesaria la resignación ante el despojo, para el caso de las hambres impuestas pero también para las hambres modales o autoimpuestas: limitar los espacios y tiempos del compartir los alimentos, acabar o desfigurar los alimentos, constreñir la fiesta, colocar paradigmas de sobriedad y elegancia, simetría y orden, debe todo esto ir sin duda legitimado por la moralidad “manto blanco” del asceta-hostia. Para que exista una mujer anoréxica caminando sobre el mundo, hace falta que el mundo se haya transubstanciado en un teatro-mundo, un mundo donde se deja comer para simular que se come. El mundo se transubstancia en un teatro de la simulación.
            Un ejecutivo del hambre podría calificar de ostentosa la acción de Yavhé al proveer de más maná del que pudiese ser ingerido, incluso, podría pensarse que resultaba cruel castigar la prevención del pueblo, al conservar maná para el día siguiente. No voy a hacer apología de Yavhé, voy a hacer apología de la abundancia. Pues el maná no estaba allí solamente para proveer energía necesaria para el cuerpo, era constitutivo del ómer de la memoria, de la imagen de menuda belleza, fertilidad imposible en el desierto, la calidad gustativa de una expresión de ternura divina. No poder ingerir todo el alimento (maná) no significa un desperdicio divino sino una encarnación de la ternura de la creación (para los creyentes en tales ideas) y fundamento de la naturaleza misma de nuestro entorno. La abundancia es esencial porque además de cubrir necesidades vitales, es el reflejo de la salud del propio mundo, la salud del mundo es su ternura expresa en abundancia. Si queremos hablar de transformar la sociedad tendremos que devolverle sentido a la abundancia.
            La sociedad que cree vivir en abundancia tiene como una de sus utopías más enajenantes poseerlo todo, pero todo supera el conjunto de todas las cosas, además de ellas comprende las dinámicas, relaciones, sentidos, saberes transformadores, historia, entre otros muchos sucesos. De ahí que todo resulte inaprensible. Nunca se tiene todo, no existe capacidad de abarcarlo todo. Y la existencia de todo se debe precisamente a su inabarcabilidad, puesto que con ello se dejan libres las fuerzas que permiten su existencia, incluyéndose en ellas la fuerza creativa del ser humano.
            La abundancia no es equiparable a tenerlo todo, puesto que la abundancia es precisamente consecuencia del no abarcar en el escenario de la apropiación, todo. La abundancia viene del proveerse y dejar de abarcar, disfrutando ver como queda allí aún mucho más para hacer posible seguir aprovisionándose y permitir su renovación en libertad[16], no enajenar la felicidad de la naturaleza ni la nuestra. El guardar para sí todo es castigado con la conversión de los alimentos en basura, una ¡venganza transubstanciada! La relación entre lo que se toma debe ser siempre mucho menor a lo que se deja, es esta proporción la que garantiza la abundancia.
            Lo contrario de la abundancia es la amenaza constante de la restricción, consecuente con el esfuerzo de abarcarlo todo. Se apropia de todo se necesite o no y por tanto no existe garantía de que haya algo qué tomar mañana. Pero este apropiarse de todo no tiene que ver con la crítica a la desmesura divina del maná, por parte de quienes pretenden apropiarse de todo, es decir, el anhelo de consumirlo todo, de acapararlo para sí, resulta ser contradictorio con el frenesí del ahorro. El ahorro puede ser una forma de apropiación donde planifica un todo para sí en competencia con el ahorro de otros y otras. No es un ahorro de los recursos de la naturaleza, de los seres humanos a través de su cuidado, sino un ahorro del símbolo de la acumulación, que garantiza para sí, poder acceder a la devastación progresiva de tales recursos. Este comportamiento paranoico de la falsa abundancia (poder para devastar, para asesinar, para quitarle a otros y a otras) no sólo deja ver su fuerza destructiva, sino que nos exhibe también su fuerza autodestructiva: La amenaza de la miseria se transforma en permanente latencia, se imbrica en la vida y la hace insufrible, sufrimiento naturalizado de quienes dicen vivir en la “abundancia”.
            La abundancia no se presenta en el alimento exclusivamente como nutrición, sino a la vez como evocación, trabajo, combinación cromática, aromática, histórica, texturas, procesos creativos, tradiciones, ruptura de tradiciones, goce y por supuesto, sabores. Cuando comemos nos alimentamos de memorias, erotismos y estéticas para la digestión que precisa el sujeto y la sujeta.[17] La comida es alegría y motivo de congregación, así como otra eucaristía abundante, generosa, es comunión[18]
            Permítanme extenderles un paralelo de Virginia Wolf en Una Habitación Propia:
           
“Hecho curioso, los novelistas suelen hacernos creer que los almuerzos son memorables, invariablemente, por algo muy agudo que alguien ha dicho o algo muy sensato que se ha hecho. Raramente se molestan en decir palabra de lo que se ha comido. Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el salmón ni los patos, como si la sopa, el salmón y los patos no tuvieran la menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro o bebiera un vaso de vino. Voy a tomarme, sin embargo, la libertad de desafiar esta convención y de deciros que aquel día el almuerzo empezó con lenguados, servidos en fuente honda y sobre los que el cocinero del colegio había extendido una colcha de crema blanquísima, pero marcada aquí y allá, como los flancos de una gama, de manchas pardas. Luego vinieron las perdices, pero si esto os hace pensar en un par de pájaros pelados y marrones en un plato os equivocáis. Las perdices, numerosas y variadas, llegaron con todo su séquito de salsas y ensaladas, la picante y la dulce; sus patatas, delgadas como monedas, pero no tan duras; sus coles de Bruselas, con tantas hojas como los capullos de rosa, pero más suculentas. Y en cuanto hubimos terminado con el asado y su séquito, el hombre silencioso que nos servía, quizás el mismo bedel en una manifestación más moderada, colocó ante nosotros, rodeada de una guirnalda de servilletas, una composición que se elevaba, azúcar toda, de las olas. Llamarla pudín y relacionarla así con el arroz y la tapioca  sería un insulto. Entretanto, los vasos de vino habían tomado una coloración amarilla, luego un rubor carmesí; habían sido vaciados; habían sido llenados. Y así, gradualmente, se encendió, a media espina dorsal, que es la sede del alma, no esta dura lucecita eléctrica que llamamos brillantez, que centellea y se apaga sobre nuestros labios, sino este resplandor más profundo, sutil y subterráneo que es la rica llama amarilla de la comunión racional. No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo. Todos iremos al paraíso y Van Dyck se halla con nosotros: en otras palabras, qué agradable le parecía a uno la vida, qué dulces sus recompensas, qué trivial este rencor o aquella queja, qué admirable la amistad y la compañía de la gente de su propia especie mientras encendía un buen cigarrillo y se hundía en los cojines de un sillón junto a la ventana.”
           
Más adelante en el escrito evoca otra cena:

“Aquí estaba mi sopa. Estaban sirviendo la cena en el gran comedor. Lejos de ser primavera, era en realidad una noche de octubre. Todo el mundo estaba reunido en el gran comedor. La cena estaba lista. Aquí estaba mi sopa. Era un simple caldo de carne. Nada en ella que inspirara la fantasía. A través del líquido transparente hubiera podido verse cualquier dibujo que hubiera tenido la vajilla. Pero la vajilla no tenía dibujo. El plato era liso…
¿Correspondía a un huésped, a una extraña (pues no tenía más derecho de estar allí en Fernham que en Trinity, Somerville, Girton, Newham o Christchurch) decir: «La cena no era buena» o decir (nos hallábamos ahora, Mary Seton y yo, en su salita): «¿No hubiéramos podido cenar aquí a solas?» Decir algo así hubiera sido fisgonear y tratar de enterarse de las economías secretas de aquella casa, que ante un extraño presenta una cara tan agradable de buen humor y coraje. No, no se podía decir nada por el estilo. Y la conversación, por un momento, languideció. La constitución humana siendo lo que es, corazón, cuerpo y cerebro mezclados, y no contenidos en compartimentos separados como sin duda será el caso dentro de otro millón de años, una buena cena es muy importante para una buena charla. No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha cenado bien. La lámpara de la espina dorsal no se enciende con carne de vaca y ciruelas pasas. Todos iremos probablemente al Cielo y Van Dyck se halla, confiamos, entre nosotros, esperándonos a la vuelta de la esquina. Éste es el estado de ánimo dudoso y crítico que la carne de vaca y las ciruelas pasas, tras un día de trabajo, engendran juntas.”
           
El pan mágico que tiene la virtud de desaparecer

            El régimen de la anorexia no se aplica exclusivamente sobre el cuerpo sino en el conjunto del ser, incide fundamentalmente en la degustación de todos los sucesos y alimentos, es decir en la capacidad de apreciar o abstenerse de apreciar los distintos sabores que proporciona la vida y en la vida, los alimentos.
            Análogamente sucede al condenar a un pueblo al hambre, carencia que supera el efecto de la concreta eliminación física. Para que el hambre concreta sea posible, hace falta extinguir a su vez otros alimentos indispensables: dignidad, arraigo, afecto, carácter, solidaridad. Hace falta acabar con un pueblo para que ese pueblo deje de pelear por su alimento, deje de luchar por mantener su abundancia y esto es viable por la combinación de hambres de todo tipo. Cuando una persona en un pueblo muere de hambre, sabremos que al pueblo entero le han venido asesinando desde tiempo atrás, quizás cuando muere el primer niño de hambre en un pueblo, se esté más cerca del punto de no retorno hacia convertirse en una hostia de la desmemoria (un pueblo olvidado u oculto bajo otro relato que refiriéndose a él, nada ilustra acerca de su realidad), es la alerta máxima de una vida colectiva que ha venido extinguiéndose lenta y dolorosamente.

            -¡Existe! -gritó.
-No -dijo O’Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama. O’Brien volvió junto a Winston.
-Cenizas -dijo-. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
-¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
-Yo no lo recuerdo -diio O’Brien.

            En consecuencia, el hambre desborda la carencia de alimentos, por tanto no existe un hambre sino una multitud de hambres, como tampoco existe un pueblo hambriento sino una hambruna que padece toda la humanidad.
            El desprecio de la anorexia social por el alimento, legitima el hambre de otras y otros. El niño, la niña de huesos desnudos es la modelo anoréxica que nos permite superar el miedo a la calavera en el armario y el estupor ante las visiones mozambiquianas de la desnutrición. Podemos acostumbrarnos a la estética del hambre sin remordimientos[19]. Desaparecer, que es el objetivo final de las personas que padecemos anorexia, es tan natural como alguna vez haber sido.
Vamos a ver cómo van saliendo estos asuntos. Permítanme hacer una pequeña dedicatoria:
           
Por el alimento que incluso ni el mayor de los capitales desea adquirir y cuando se consume resulta ser motivo de culpas, odios y desprecios de sí, permítanme referirme a algunas cuestiones a continuación con esta pequeña ventana hacia el mundo:
            Una cadena de sucesos rodean a la hambruna general, el empobrecimiento fashion de un pueblo infeliz hasta el extremo de querer dejar de ser,  y el cruel empobrecimiento al que se intenta someter a los demás pueblos.


[1] El “pan blandito” es la manera como se denomina a un pan que se vende en sectores populares de Bogotá.
[2] La conversión maravillosa y singular de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo sólo la especie del pan y del vino. Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (cf Cc. de Trento: DS 1640; 1651). (CIC N° 1413)
[3]Los rituales hacen parte de la identidad de las comunidades, por su persistencia histórica y formal. Por estas dos condiciones, el rito, además de fortalecer la identidad puede acarrear también peligros ya que el rito es un conjunto de acciones y eventos en los que predomina el orden. Cualquier elemento que introduzca el sentimiento de anomalía o ambigüedad es considerado sucio, porque atenta contra la pureza del rito. En particular, en cuanto a los ritos religiosos institucionales, se separara la dimensión espiritual, estética e incluso artística de la vida cotidiana. Las personas pueden llegar a centrar la fuente de la vitalidad en el ritual y descubrir la riqueza de la vida en la vida misma. Estas sobreestimaciones del ritual, son aprovechadas en muchas ocasiones, para manipulación, al punto, que la afectación de su pureza o pérdida del orden  puede entrañar peligros como actos de histeria colectiva. Los imaginarios y la Cultura Popular. Compilación. CODER – CEREC. Bogotá, septiembre de 1993. p.p. 61.
[4] Del latín consecratio –onis, consagración significa apartar para. En el caso del pan y del vino, podría traducirse como un pan y un vino que se aparta para ser objeto de culto. El apartarse implica cambio de la función vernácula, en este caso se cambia la función de alimentar (objetivamente hablando) a la encarnación del cuerpo y la sangre de un ser superior. En el caso de la hostia, incluso, se llega a considerar una encarnación del cuerpo de Cristo, tan real que su profanación acarrea consecuencias sobre la salud o la suerte de los o las implicadas en el crimen.
[5] Para el judaísmo, como para todos los pueblos orientales, la comensalidad, “el acoger a una persona e invitarle a la propia mesa es una muestra de respeto y de perdón. En una palabra: la comunión de la mesa es comunión de vida” […] Jesús aparece en los evangelios participando con frecuencia en banquetes, hasta el punto que sus adversarios llegan a acusarle de ser “un comilón y bebedor de vino, amigo de los publicanos y pecadores” (Mt. 11, 19; Lc 7,34). […] el Reino se presenta no sólo como promesa de un futuro, sino como realidad anticipada ya bajo el signo de la comida festiva. GARZA, Manuel Gesteira. La Eucaristía misterio de comunión. Ediciones Sígueme S.A. Salamanca – España. 1992. p.p. 24 – 26.
[6] El hecho de que las comidas de Jesús no se realicen dentro de un ámbito sagrado, sino que acaezcan en la cotidianeidad de la existencia misma, es también un signo de la incardinación inicial de los bienes mesiánicos futuros en la vida presente, en el normal proceso de la historia. [cita el autor del libro] El “comer pan” […] un sábado en casa de un fariseo se convierte en signo y prolepsis del “comer pan en el reino de Dios” (Lc 14, 1.15). Mientras que, por el contrario, Jesús parece desvalorizar el pan de la proposición en el templo (el “pan santo” […] cf. 1 Sam 21, 5-7) que sólo podían comer los sacerdotes […] Ibid. p. 26
[7] La desmemoria no se trata simplemente de olvidar, sino que también puede consistir en ocultar con un relato, otro más cercano a la memoria.
[8] Marcos. 1:31, Lucas. 7-36, 11-37, Juan. 12: 1-2, Juan. 2:1.
[9] […] los evangelios no nos conservan palabra alguna de Jesús en la que él utilice expresamente el vocablo sacrificio para interpretar el sentido de su vida o de su muerte. Las veces que palabras parecidas aparecen mencionadas por Jesús, se utilizan para designar siempre al culto sacrificial judío, donde precisamente se practicaba el sacrificio especialmente onoreoso para los pobres, difícil y con frecuencia, económicamente gravoso. Ibid. p. 38
[10] Ernesto Salazar en su ensayo titulado Rito religioso y rito secular en una fiesta ecuatoriana, indica, refiriéndose a la violencia del ritual cuando se cierne sobre él una gran amenaza: […] se comprende la proliferación de una literatura eucarística tendiente a sobreestimar las ventajas del sacramento en el orden social[…] La tolerancia religiosa puso de moda un delito que adquirió ribetes de crimen sin nombre: el robo de vasos sagrados de las iglesias. […] “Crimen execrable”, “Espantoso delito”, “Horrendo atentado”, “Gravísima injuria”, eran los epítetos más corrientes de la contaminación. Bien decía José Ignacio Ordóñez, arzobispo de Quito en su carta pastoral de 1983: “Tal vez no se cometieran tantos sacrilegios, si los criminales vieran que un atentado a la eucaristía lo considerábamos peor que la pérdida de la vida”.[…] En Cuenca se construyó la iglesia del Santo Cenáculo [negritas de la autora de este texto] con el único objeto de desagraviar a la eucaristía por el sacrilegio cometido en Riobamba en 1897. Se reforzó además el culto externo como medio de presión para la participación masiva de la ciudadanía. […] En fin, se explotó lo sagrado por el lado del terror místico, la acepción más elemental de lo numinoso. Ibid. p.p. 62,63.
[11] No quiero decir que esto sea inocuo, pero tampoco lo es ninguna de las otras decisiones expuestas, el hecho de que confirme con cifras, el volumen del problema de millones de decisiones tomadas a fuerza de la restricción al plano de lo “inocuo” (como conciben los grandes decisores esas “pequeñas” agendas de la cotidianidad) es suficiente argumento para desmentir el argumento de la inocuidad.
[12] La obesidad en Estados Unidos, se ha convertido en un símbolo de fracaso, de dejación social, muchos obesos y obesas son excluidos de empleos, de relaciones y de otras posibilidades en el complejo del sistema.
[13] Pronto me di cuenta de que Kristen sentía mucha culpa respecto de todo lo asociado con la comida. Cada vez que trataba de persuadirla de que comiese, ella se negaba o bien las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas mientras se esforzaba por tragar la comida para complacerme. CLAUDE-PIERRE, Peggy. ¡Alerta! Anorexia o Bulimia. Grupo Zeta. Argentina, 1998. p. 29
[14] ALBA, Rico. Santiago. La miseria de la abundancia. Costa Rica. 2006. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=30285
[15] Como los modelos de los economistas neoclásicos que se basan en la escasez y por ende en el uso eficiente de los recursos.
[16] La ley Forestal en Colombia, propone la rentabilidad de bosques asignando una buena cantidad para la explotación maderera y dejando pequeños nichos de reserva con el fin de preservar las especies que en él habitan. Los pequeños nichos se convierten en bosques vacíos porque no tienen las hectáreas suficientes para hacer viable un ecosistema. Esta lógica del capital impide la reproducción de la vida de los bosques mediante la fórmula de abarcar la mayor cantidad de recursos naturales reduciendo su tamaño a un mínimo tipo laboratorio, donde las relaciones y dinámicas de la naturaleza son improbables.
[17] Estas evocaciones las hace muy explícitas Virginia Wolf en su cuento Una habitación propia, al comparar una deliciosa cena con el insípido alimento de las habitaciones femeninas donde estudiaba.
[18] Nuevamente Salazar, al analizar la fiesta religiosa ecuatoriana del Setenario, cuenta como la aristocracia cuencana asiste a la eucaristía, incluso con algunos lugares privilegiados en el templo, mientras que el pueblo, al verse privado de una comunión directa con la eucaristía, optó por inventar en el parque un rito similar al de la iglesia, aunque a escala diferente; para lo cual recurrió a la más exquisita tecnología popular que poseía, los fuegos artificiales. Op cit. p. 60
[19] La cantante Mariah Carey afirmó: “Lloro al ver en la tele aquellos niños muriéndose de hambre alrededor del mundo. Digo, me encantaría ser así de flaca, pero sin las moscas y la muerte”. http://mundofamosos.portalmundos.com/mariah-carey-declaracions-contra-jlo/ 

Continuar:

Los Pueblos Felices: Segundo Asunto: Comiendo Mierda







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